Con una bufanda al cuello, un sombrero que ganó bailando tango, chaquetilla ajustada, Cándido López se pasea por el barrio de Malasaña de Madrid con las manos en los bolsillos. Se para en esta taberna donde se juega al tute, en esta de aspecto añejo y en la otra de más allá. Dice que esta noche hay que hablarlo todo, en caso de que haya que hacerlo, porque de madrugada se irá a dormir a una pensión del centro de la ciudad y sabe Dios cuándo se despertará. Su existencia está marcada por el oscuro oficio de su padre, el último hombre que ejerció de verdugo en España. Ese hombre se llamaba Antonio López Sierra y en un maletín guardaba el garrote vil con el que ajustició a 17 reos. Pero esta historia no cuenta la vida del verdugo, ni la de sus años en prisión por el atraco a una gasolinera, pues ya se han escrito mucho sobre eso; sino más bien sobre el niño, su hijo, el que le veía irse de casa tras recibir un telegrama, cualquier día, a cualquiera hora, y le recibía al día siguiente cuando desprendía todavía un fuerte olor a coñac.
Los descendientes de los conocidos en la época como "ejecutores de sentencias" quieren pasar página en la mayoría de los casos. Reniegan de su pasado. Se cambian los apellidos, queman fotografías, periódicos viejos, la ropa guardada en el armario. Entran en un proceso de exorcismo con el que cerrar para siempre un capítulo de su vida. Ese intento lo llevó a cabo la familia del verdugo que ejecutó en 1974 al anarquista Salvador Puig Antich. Su nicho en el cementerio de Carabanchel se había convertido en una especie de lugar de peregrinaje morboso para curiosos, policías y nostálgicos del régimen de Franco, convencidos de la eficacia del ojo por ojo. Cándido López (Badajoz, 1949) y una hermana, cuenta él, incineraron el cadáver de su padre cuando se cumplió el décimo aniversario de la muerte. Con el tiempo, Cándido se ha propuesto recuperar su memoria.
-Mi viejo parecía un tipo muy duro, pero te aseguro que siempre iba borracho cuando tenía que ejecutar a alguien. Era un trago hacer eso.
Uno de los primeros recuerdos que tiene Cándido es el de su familia criando borregos en Badajoz. Su padre, nacido en 1913, acababa de regresar de Alemania, donde trabajó como barrendero. Fingió padecer sífilis para que le pagasen el viaje de vuelta a casa. Cuidar el ganado no daba para mucho en esa España hambrienta, y López Sierra completaba el jornal con el estraperlo y los timos en las ferias. Lo hacia junto a Vicente Copete, un compadre que a la larga también se dedicaría al mismo oficio. Fue en esas fechas cuando un policía secreto le preguntó que si tenía valor para ser verdugo. Él contestó: "Me da lo mismo que sea verdugo, que sea lo que sea, mientras me dé de comer".
Así se contrataba a los encargados de aplicar la pena muerte en la España del dictador Francisco Franco, previa inscripción en el Ministerio de Justicia. Se ejecutaba a los reos mediante el garrote vil, un collarín de hierro que servía para asfixiar y quebrar el cuello del condenado. Los secretos del oficio se transmitían de un verdugo a otro, sin ningún tipo de escuela ni formación. No es que hubiese cola para ingresar en el cuerpo. Más de uno se apuntó para recibir un sueldo mensual en una época de muchas penurias, con la idea de que nunca tuviese que llegar el momento de tener que hacer una ejecución.
López Sierra aprendió lo más elemental de un verdugo andaluz, un hombre de misa diaria que escribía poesía. A partir de ahí, sus viajes a Madrid se sucedieron. "Yo lo veía coger el tren, con su maletín. Estaba muy nervioso cuando se iba. Le pedía que me trajese balones de fútbol de reglamento", rememora Cándido. ¿Sabía adónde iba? "Claro, en mi casa nunca se ocultó. Alguien tenía que hacerlo, ¿no? Daba garrote a asesinos, no a pobres gentes". La realidad es que tanto los reos como los verdugos solían pertenecer a los que vivieron la miseria de la posguerra, a los que que se ganaban la vida como podían. En ocasiones, tan solo el azar había colocado a uno y a otro en cada lado, a uno con la capucha y a otro manejando el garrote, como si la pena de muerte fuese un asunto estrictamente entre los desfavorecidos.
La familia de López Sierra se instaló a finales de los cincuenta en la capital, más concretamente en Carabanchel. Cándido recuerda haber recorrido con su padre las comisarías para hablar con los policías sobre los casos abiertos, haber ido a los juzgados a cobrar el sueldo, haber leído los dos juntos el periódico en busca de los crímenes más horrendos. Para él fue lo normal. Era un juego de buenos y malos. Tiene recuerdos de pasear orgulloso con su padre por la calle. Le llamaban "el hijo del Guillotinas" y más tarde, Kung Fu, por el pelo largo que gastaba. López Sierra, según reconoció en vida, soñaba en ocasiones con los agarrotados, pero su hijo no recuerda un sentimiento de culpa o vergüenza en él ("hay que ser muy duro de corazón", se le oyó decir al verdugo).
¿Hubiese heredado el oficio? "Sí, y no me hubiese temblado el pulso. Estaba preparado", responde Cándido sin vacilar. Su padre, en cambio, sí tembló en ocasiones. En 1959 tuvo que agarrotar a Pilar Prades, la envenenadora de Valencia, cuando esta apenas era una chiquilla. Se le acusaba de haber asesinado con matahormigas a Adela Pascual, dueña de una chacinería, en cuya casa servía de doméstica. López Sierra se negaba a ejecutar a la mujer. Estaba previsto que el ajusticiamiento se hiciera a las seis de la mañana, pero se retrasó un par de horas a la espera de un indulto que nunca llegó. A la hora de la verdad tuvieron que arrastrar hasta el patíbulo al verdugo, que para entonces estaba ya borracho. Al llegar a casa, Cándido recuerda una confesión de su padre, aún muy impactado: "Es lo más tremendo que he hecho en mi puta vida. Peor que matar a 100 hombres".
Esa imagen contrasta con el perfil que dibujan otros que le contemplaron dar muerte. El primer reo ejecutado por López Sierra fue Ramón Oliva Márquez, El Monchito. Un psiquiatra asistió para elaborar un informe que reveló el carácter infantiloide del condenado por el asesinato de Juana Arribas García, de 42 años. Ese mismo día había Consejo de Ministros y se esperaba también el indulto. Hubo un ruido que la gente identificó con el tubo de escape de una moto que llegaba con el telegrama, pero El Monchito advirtió que se trataba de una cañería rota. López Sierra, a continuación, manejó con poca pericia el garrote. La muerte se alargó angustiosamente más de 20 minutos y el psiquiatra dijo que la actitud del verdugo fue parecida a la de Manolete ante un toro muerto en Las Ventas, como si estuviese brindando la pieza.
Este salvaje procedimiento acabó una vez muerto Franco. La pena capital se abolió al llegar la democracia. López Sierra asimiló entonces el oficio de su esposa y se convirtió en el portero de un edificio de la calle de Monteleón, en el barrio de Malasaña (Madrid). La familia se instaló en el bajo. El exverdugo tiraba las bolsas de basura, recibía el correo. Ocultó a casi todo el mundo su antiguo oficio, excepto a un asturiano propietario de una taberna al que con el tiempo regaló un encendedor Zippo que el hombre aún conserva. Se sinceró también con el dueño de la finca, quien guarda un buen recuerdo de él: "Fue siempre un hombre muy correcto. Me dijo que me contaba su secreto antes de que me enterase por otra gente. Sencillamente, fue un señor al que le tocó hacer lo que tenía que hacer en su tiempo".
Una vez que murió López Sierra en 1986 y cuando años más tarde ocurrió lo mismo con su esposa, Cándido, un hijo de vida desordenada, rebelde, se quedó a vivir en la portería. Las quejas de los vecinos fueron constantes por su comportamiento, hasta que hace seis años lo desalojaron tras varias advertencias.
No resulta sencillo cuadrar las fechas en la biografía de Cándido. Tuvo que buscarse otra forma de ganarse la vida. Fue camarero. Estuvo casado y tuvo una hija, con la que apenas tiene trato. Se separó. Su vida fue cuesta abajo. Durmió seis meses en la calle hasta que hace dos la Comunidad de Madrid lo alojó en una pensión de la plaza de Tirso de Molina. Se alimenta en un comedor social y recibe ropa de las monjas. Pasa las mañanas en un centro de día para gente sin techo, y las tardes, de bar en bar junto a la glorieta de Bilbao. "Nunca me verás pedir limosna", dice dejando traslucir una muestra de orgullo, ese mismo que muestra cuando baila agarrado a alguna mujer en la pista de las salas de fiestas o cuando se encara a las cámaras de fotos con gesto desafiante.
Conserva unas instantáneas de su padre, su pasaporte, documentación, una nómina. Como si fueran reliquias. Todo eso lo guarda en su apartamento el tabernero asturiano, un amigo inseparable de López Sierra en su día y del hijo de este hoy. Con ese material y más recuerdos que se guarda para sí quiere publicar un libro. Su hermana se ha desentendido de todo. No quiere saber nada del asunto. Abomina del oficio que tuvo su padre. Pero Cándido está convencido de la necesidad de rescatar su recuerdo. ¿Tendría algo que decirle a los hijos de algún ejecutado? "No. Mi viejo no dictaba sentencias, eso lo hacían los jueces. No tengo que pedir perdón a nadie".
Cándido cree recordar que cuando murió su padre, estando él en Ibiza, un familiar quemó el manuscrito de una autobiografía que había escrito López Sierra con la ayuda de un periodista. En esa hoguera ardió una parte, aunque fuese pequeña, de la historia criminal y judicial del franquismo. El que quiera llegar a conocer las entrañas del último verdugo español tendrá que indagar entre humo.
El verdugo andaluz que fue su maestro se llamaba Sánchez Bascuñana (Carrión de los Céspedes, Sevilla, 1905). Vivía en un patio de naranjos y cipreses del barrio del Albaicín de Granada. Fue el verdugo titular de la Audiencia de Sevilla entre 1949 y 1972, el año de su muerte. Dejó huérfana a una niña de cuatro años. La madre de la pequeña se murió seis años después. Se quedó a los diez años a cargo de unas tías que la ingresaron en un internado. Desde siempre pensó que su padre era guardia civil (lo había sido con anterioridad). Tenía recuerdos borrosos de jugar en su regazo, de su sombrero de ala, la pajarita, de su espíritu místico. Se había construido una imagen ideal de él. De adolescente discutió con una de sus tías y esta le soltó: "Eres tan criminal como tu padre".
Con esa frase retumbando dentro de ella, Inés Sánchez, como se llama esa niña, consultó a un amigo de la familia. "Tu padre fue verdugo", le dijo, "y, de hecho, grabó una película". Pasó los siguientes años buscando esa cinta sin éxito. No había Internet y nadie que conocía recordaba el nombre del filme. Le atormentaba que el recuerdo que tenía sobre el hombre religioso, cariñoso, que conoció no fuese compatible con el oficio que tuvo. Descolgó el teléfono para contactar con un hermanastro, hijo de un primer matrimonio de su padre. "No quiero saber nada de eso. Lo tengo olvidado. No quiero que mis hijos sepan a qué se dedicaba su abuelo", le cortó en seco.
Sin la ayuda de su hermanastro, Inés descubrió al fin que esa película era Queridísimos verdugos, de Basilio Martín Patino. Este le facilitó una copia de un filme grabado en 1973 en la clandestinidad y exhibido en los cines cuatro años después, una vez acabada la dictadura. Su testimonio lo recogió en una muestra exhibida en un centro de exposiciones. Su padre aparece como un hombre amigo de payos y gitanos, que va saludando por la calle al que se cruza. Odia que le llamen verdugo: "Somos administradores de justicia. Yo no mato a nadie, lo mata la justicia".
Sánchez Bascuñana era un fiel creyente en la otra vida: "Son momentos graves (el de la ejecución), difíciles, tan graves, que yo envidio al que traspasa los umbrales de la eternidad. Dichosos los que nos quedamos, porque esta vida es un valle de lágrimas". Inés Sánchez, una vigilante de seguridad de 43 años, fue recabando más opiniones y anécdotas sobre gente que conoció a su padre, un tipo de misa diaria, impulsor de dos cofradías, rapsoda de versos bíblicos. "No me cuadraba que él se dedicara a eso, pero he descubierto que él sufría siendo verdugo y ese sufrimiento se lo llevó a la tumba", cuenta la hija de Bernardo. Ya le ha revelado el secreto familiar a un hijo adolescente y hará lo mismo con una hija pequeña cuando crezca un poco.
Con su identidad resuelta, Inés se siente más cómoda dentro de su piel: "No juzgo a mi padre. No soy nadie para hacerlo y quien lo haga es un hipócrita. Sé que era un hombre bueno. Yo estoy orgullosa de él, es historia de España. Es miserable esconderlo". Bernardo Sánchez colocaba siempre una capucha al condenado para que su rostro no fuese lo último que viese antes de cerrar los ojos. El verdugo le pedía que rezara el credo y ponía en marcha el mecanismo del garrote en medio de la oración. "Todos somos reos o verdugos aún hoy. Así es este mundo", apuntilla su hija Inés.
JUAN DIEGO QUESADA
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