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El demonio, Satanás, el diablo, Lucifer... la cantidad de nombres distintos que ostenta el Ángel Rebelde, el Príncipe de las Tinieblas, no son nada comparados con las maldades y depravaviones que se le han atribuído. Y una de las más curiosas y asumidas, es la de su relación con el placer y el sexo. El diablo es una criatura aciaga que a través de los placeres mundanos, de la carne, nos tienta para pecar y condenar nuestra alma inmortal.
Evidentemente, es una herencia de la moral judeo-cristiana, donde se encuentran símbolos tan llamativos como el de la concepción asexuada irrefutable de Cristo o el mito de una mujer rebelde que se negó a someterse a su marido: Lilith. ¿Por qué esa relación del diablo y el sexo como pecado?
El Diablo tras la puerta verde: erotismo y porno desde los infiernos
Es lógico, de manera superficial, relacionar en un primer vistazo la iconografía tradicional del enemigo público de la Cristiandad con la deidad griega Pan. Pan era un dios astado, con las extremidades inferiores caprinas y... también un libidinoso acosador de ninfas. No en vano, Pan en esencia era una deidad de la fertilidad primaveral, representaba el ímpetu de la sexualidad masculina (bastante desaforada) en su apogeo y era también símbolo de la naturaleza agreste.
Pero reducir la relación entre diablo y sexualidad acudiendo a Pan, es ingenuamente simplista, errado y sería obviar toda una larga, rica y a veces absurda historia humana al respecto.
La sexualidad humana occidental nunca ha sido sencilla y tampoco ha seguido una evolución constante.
Érase una vez...
Desde la Prehistoria, el sexo ha sido considerado uno de los motores imprescindibles para, indudablemente, perpetuar la vida, prolongar la supervivencia y estructurar el orden social.
Por ello la primera iconografía humana paleolítica fueron los genitales femeninos y masculinos; solo hay que recordar los numerosos cultos fálicos de ese periodo o evocar las toscas pero categóricas figurillas y relieves de las Venus de Willendorf o Laussel. También las teogonías más antiguas nos hablan de la unión sexual de las divinidades para la generación del Mundo.
En definitiva, el sexo era considerado el epítome del poder; y la mujer un bien clave y codiciado para mantenerlo. El parentesco sirvió para constituir el sistema social, sin el cual se temía regresar al caos; y el incesto fue el primer tabú sexual.
Conforme las sociedades se desarrollaban, su sexualidad hacía lo mismo, y el matrimonio, que servía para institucionalizar la actividad reproductora, empezó a tener más que ver con un negocio relacionado con el patrimonio familiar que con el placer sexual o el “amor”. En la antigua Grecia y Roma, el placer sexual además tampoco estaba obligatoriamente vinculado al “amor”, de hecho el “amor” era considerado una pasión en absoluto de carácter exclusivamente heterosexual y que tampoco necesariamente estaba unido al matrimonio. Ambos podían darse dentro del matrimonio, pero eran más comunes fuera de él. Todo esto no era óbice para que la castidad no fuera apreciada y reverenciada, como en el caso de ciertas diosas vírgenes (Atenea/Minerva, Artemisa/Diana...) o castas sacerdotales como las vestales. La sexualidad se percibía de una manera natural y pragmática, y no es hasta el s. II d. C, con la influencia de la gnosis y el maniqueísmo, que comenzó a aceptarse paulatinamente el binomio placer sexual-pecado de manera casi unánime en Occidente. Las proposiciones gnósticas y maniqueas eran muy claras: el mundo físico y material era malo y origen del Mal; en cambio lo espiritual e intelectual era considerado bueno y principio del Bien. Sólo el deber moral y religioso justificaban su práctica para la procreación en el único marco del matrimonio. La escisión entre sexo (físico-malo) y amor (espiritual-bueno) se extendió hasta bien entrado el s. XX.
El amor para ser aceptable debía ser casto, puro. Así la abstinencia sexual y la castidad se consideraron opciones personales benéficas y prestigiosas. Este tipo de valores exacerbados sobre la castidad y el apego a lo espiritual, dieron sus frutos en el cristianismo, sobre todo en la figura de uno de los Padres de la Iglesia: San Agustín. La castidad se conviertió en conditio sine qua non para la administración eclesiástica, y las ideas y planteamientos sobre el sexo de este santo tan negativas, pesaron sobre la mentalidad occidental hasta casi nuestros días.
En la literatura encontramos esos reflejos de “amor casto” desde la Beatriz de Dante hasta la Diotima de Hölderlin, relegándose el sexo al cajón de lo impuro, lo grotesco, lo inmoral... en resumen: lo demoníaco.
Pero no queda todo ahí. Las representaciones sexuales, habituales y para nada extrañas en la cultura religiosa occidental, fueron desapareciendo lentamente. Se fueron desvaneciendo incluso de ceremonias y prácticas civiles, arrinconándose en festividades, danzas, representaciones teatrales, etc, como el carnaval. El cuerpo humano desnudo quedó relegado en su representación artística únicamente para Adán y Eva, la temática pagana... y para escenificar el Infierno. La liturgia cristiana se fue depurando y desvinculando de este tipo de expresiones de manera algo irregular hasta el golpe definitivo que supuso el Concilio de Trento (1563), donde la moral sexual se hizo más estricta y global.
En el s. XVI la expansión de este tipo de moral “espiritual” enfrentada a la maldad de la sexualidad, era tan rabiosa que hasta reconocidos místicos como Santa Teresa de Jesús o San Juan de la Cruz, fueron víctimas de las iras de la Inquisición por su ardiente expresión del Amor Divino, de connotaciones indudablemente eróticas.
Y ya a partir del s. XVIII, añadiendo al caldo una nueva mentalidad racional-positivista y con la mayoría de los Estados constituidos de manera moderna, se empiezan a regular los matrimonios, su descendencia, la propiedad y los bienes a trasmitir... sobre los que, es importante resaltar, estaba fundamentada la sociedad. La nueva mentalidad de la burguesía. De ahí que el nuevo tabú fuera el adulterio, especialmente el femenino. Sobre la mujer recaía todo el peso y responsabilidad de la estructura social de su época. Sin la certeza de la filiación legítima, el orden social se desmoronaba.
Pero en el s XX toda esa labor de vertebrar el orden social a través del control del sexo, se vino abajo con la denominada revolución sexual. El cambio sustancial que trajo fue la desvinculación por parte del Estado y el Derecho, de las actividades sexuales, se entiende que de común acuerdo, entre dos adultos. No hay diferencia entre hijos legítimos e hijos ilegítimos. La sociedad protege ahora a la parte más débil, que es la descendencia. Todo esto deshizo por completo lo establecido en Trento; se regresó a una sexualidad pre-gnóstica, pre-maniquea, pre-cristiana, dejando bien claro qué era/es realmente punible: la pederastia, la violación y, aunque ya desde otra perspectiva, el adulterio. No es casualidad que simultáneamente a la revolución sexual, la pornografía fuera legalizada.
Porque lo que consideramos pornografía, no deja de ser herencia de nuestro pasado-presente religioso. Una gran cantidad de representaciones sexuales sean pinturas, mosaicos, esculturas e incluso poemas de diversas procedencias, son considerados todavía actualmente escandalosos, pornográficos, moralmente inferiores y reprobables aunque en su contexto original no fueran considerados de esa forma. Incluso es posible que, a causa de todas esas circunstancias y elementos, muchos de vosotros, amables leyentes, hayáis comenzado suspicaces o llevados por el morbo, la lectura de este artículo.
Y por todo esto, la relación entre sexo-Satán no ha sido ni es excepcional en el cine, y muchísimo menos en el cine subido de tono.
Perspectiva europea
Una de las primeras películas que se filmaron al respecto fue el muy recomendable documental Haxän, La brujería a través de los tiempos (1922) del danés Benjamin Christensen, donde sus monjas seducidas, brujas y esposas infieles, se revelaban como enfermas mentales a causa de la fuerte represión sexual de la sociedad. El psicoanálisis freudiano fue la herramienta, junto al racionalismo, mediante la cual Christensen explica este tipo de encuentros sexuales demoníacos. Sin ir tan atrás en el tiempo, la productora inglesa Hammer fue fecunda también en relacionar sensualidad, erotismo y ciertas parafilias con el Ángel Caído. Ahí están, por poner un ejemplo, La Novia del Diablo (1967) de Terence Fisher, donde fetichismo, necrofilia, masoquismo o incesto deambulan frescamente bajo el prisma puritano del director. Una obra de puro materialismo fantástico.
Fuera de la Hammer pero en la misma época, destacar la deslumbrante The Wicker Man (1973) de Robin Hardy. El tema de las sectas satánicas, cultos paganos malignos y sus voluptuosos ritos y misas, estaba servido.
Sin embargo la película que más impacto social tuvo con esas referencias, fue La semilla del Diablo (1968) de Roman Polanski. Supuso un punto y aparte sobre la comprensión de la figura del diablo (siempre se ha especulado que el asesor de la película fue Anton Lavey) y la descripción de Polanski de la misma sociedad como portadora del mal, con la neurosis y obsesiones sexuales de la propia protagonista y la inseminación diabólica (con su ulterior fruto), recrearon una estampa nueva, moderna, de la efigie de Satanás; encajado a la perfección en la sociedad urbana donde la religión cada vez se margina más pero que a la vez está más predispuesta al hechizo de lo irracional.
Pero desde un vértice reflexivo, sobrio y profundo como el de Polanski, el Diablo puede (y lo hace) trasladarse al opuesto, como fue el del cine italiano de espíritu exploit tipo B (o Z) que en los años 70 detonó en decenas y decenas de películas erótico-horroríficas, que diseminaron por doquier legiones de vampiros, brujas, monjas y demonios ligeros de ropa. L'amante del demonio (1972) de Paolo Lombardo, L'osceno desiderio (1978) de Giulio Petroni o la inenarrable La bimba di Satana (1979) de Mario Bianchi, son muestra del poderío italiano en estas lides donde cuanto más costroso sea el resultado, con más lascivia y sevicia se nos obsequia.
Una excepción es, aunque de una década anterior, Il demonio (1963) de Brunello Rondi, obertura en muchos aspectos a la semilla de Polanski o a El Exorcista (1973) de Friedkin.
De nuevo la represión sexual, esta vez en un entorno católico, la rebelión y condena de la protagonista y su posesión, se nos muestran en un film de vocación laica y minuciosa.
En España, a pesar de todo el festival del cine de destape y nuestro entrañable patrio fantaterror, no fuimos tan prolificos en cuanto a la figura del diablo como nuestros vecinos italianos. Hay vergonzosas rarezas, como la de Las Amantes del Diablo (1971) de José Mª Elorrieta, donde un Espartaco Santoni bastante alambicado y hortera, interpreta a un Demonio traumatizado (lo que leéis). Paul Naschy y su El caminante (1979) junto a Los ritos sexuales del Diablo (1982) de José Ramón Larraz, son lo más destacable en lo que nos concierne, siendo el resto un cúmulo de filmes de historias anodinas y ficciones famélicas donde se utiliza el sexo como carnaza. Aunque no podemos (ni debemos) obviar la figura del gran Jess Franco, que con la trilogía (involuntaria) El proceso de las brujas (1969), Los demonios (1972) y Cartas de amor a una monja portuguesa (1976), nos brindó una hermosa y rutilante procesión de demonios, inocentes monjas de lubricidad efervescente, inquisidores implacables, mazmorras e instrumentos de tortura espantosos, sacerdotes fornicadores, lesbianismo dichoso y las imprescindibles misas negras.
Porno made in U.S.A
La pornografía, entendida como la representación explícita de los órganos sexuales y su función, es muy antigua. Las connotaciones negativas, la obscenidad y su evidente objetivo que es la excitación sexual del individuo sin necesariamente buscar la procreación, forman parte de su encanto y atracción en nuestra sociedad, que todavía ostenta deshilachados flecos de la antigua moral; y negar su influjo, controversia e importancia, donde es un baremo fiable de la libertad de expresión, es ilógico a estas alturas.
Y fue en el año 1967, con la muerte del malhadado código Hays, cuando se dió luz verde en Estados Unidos a la producción legal de películas de contenido sexual explícito. Eso no quiere decir que antes no se hubieran realizado, pero su producción y distribución iban por otros cauces, bastante lejos del gran público. Uno de los primeros directores que destacó a nivel comercial y crítico, fue Russ Meyer, rey indudable del softcore de los años 60 y 70's, y gracias al cual tuvimos el honor de conocer a una de los grandes iconos del underground: Tura Satana, que tristemente nos dejó este pasado mes de Febrero. Ella interpretó a la vengadora femenina, una Lilith violenta y apasionada que hizo las delicias, con sus soberanas palizas y sensuales curvas, de un gran número de espectadores a lo largo y ancho del planeta.
Pero centrándonos en el tema que hoy nos interesa, en cuanto se legalizó el género, no tardaron en aparecer las primeras películas donde el Ángel Oscuro presidía el cotarro.
No hay que engañarse, aunque estemos en la denominada Edad de Oro del Porno, con películas tan aclamadas como Boys in the sand (1971), Deep Throat (1972) y Behind the green door (1972), en las relativas a nuestro artículo, su triunfo comercial y su calidad quedó un poco más atrás. En general, la financiación de estas películas seguía siendo muy pobre y aunque algunas de ellas se adornaron de cierta apariencia “vanguardista”, el resultado no dejó de ser escuálido y de una creatividad roma.
Para el recuerdo (y tambien olvido) se nos ha legado la bizarra y psicodélica Sinthia, the Devil's doll (1968) de Sven Christian, Satan's Lust (1971) de Kentucky Jones, una insensata adaptación hardcore de la semilla de Polanski; o Horny devils, que nos relata las aventuras jocosas de unos demonietes adictos a muchachas de vida alegre.
El verdadero salto cualitativo se dió con la celebrada saga (y convertida en franquicia) The devil in Miss Jones (1972) de Gerard Damiano (artífice también de Deep Throat).
El argumento del film es bien conocido: Justine Jones (Georgina Spelvin), una solterona virgen de vida deprimente, decide acabar con su vida. A pesar de haber llevado una vida anodina nada pecaminosa, no es aceptada en el Cielo y permanece en el Limbo, donde un ángel le permite regresar a la tierra durante un lapso de tiempo, siendo la encarnación de la lujuria, para así ganarse un lugar en el Infierno. Transcurrido ya el plazo, Justine, que se ha convertido lógicamente en una ninfómana, tiene bien ganada su plaza en el Averno, donde será atormentada durante toda la eternidad de una manera muy simple: estar encerrada con un hombre asexuado que la ignora por completo y solo se interesa por sus moscas. Se trata de un argumento cruel y claustrofóbico, de corte existencialista y donde el infierno, en realidad, son los otros. No hay fuego ni demonios, ni gritos en ese Infierno: solo frío y soledad eternos.
La saga de Miss Jones ha continuado hasta el año 2005, con más o menos fortuna y adaptándose a los tiempos que le ha tocado vivir. Destacable la tercera, A New Beginning (1986), con las espectaculares colaboraciones de las insignes Amber Lynn y Vanessa del Río. Pero no hay mucho más que añadir, pues conforme avanzó la saga, el personaje de Justine Jones se fue diluyendo a la vez que la imaginación de los guiones, mientras aumentaba la silicona y los esteroides: el típico pulimentado de las producciones californianas. Adiós al encanto de la naturalidad.
Pero no todo quedó con The devil in Miss Jones. Merece la pena echarle un ojo también a The Devil inside her (1975) de Zebeby Colt. A pesar del título, no tiene nada que ver con la de Damiano. Se trata de una película muy sombría, violenta y venenosa. Quizás se trate de la obra del género más arriesgada y transgresora, por ello también (y eso que es de calificación X) no sea apta para todos los adultos.
Y no podemos olvidar Through the Looking Glass (1976) de Jonas Middleton. Una obra de esmerado cuidado en la dirección artística (sí, asombrado lector, eso también existe en el porno... no todo va a ser darle a la manivela) y referencias eruditas que van desde (obviamente) Lewis Carroll, Federico Fellini, Daphne du Marier o El Bosco. Una gema bellamente tallada del porno donde se dan la mano el drama psicológico, el incesto o el terror gótico.
La industria pornográfica en la actualidad, no ofrece nada comparable a los ejercicios de imaginación y creatividad que antes solían brindar. En concreto la estadounidense.
La europea (sobre todo la del Este) aunque propone productos más roñosos y no tan aseados como los norteamericanos, son, junto a los japoneses, los que mantienen (no obstante de manera muy marginal), cierto nivel en sus obras. Desde luego, el esplendor artístico y popular de la Golden Age o los años 80 no se ha vuelto a alcanzar ni en broma, pero quizás esa sea solo la opinión de los nostálgicos. Para gustos, colores.
Beatriz Erlanz
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