A Saílson José das Graças, natural de Nova Iguaçú
(estado de Río de Janeiro), le va a costar acostumbrarse a que pasen años sin
poder calmar su instinto asesino. Cuando transcurren dos meses desde su último
estrangulamiento empieza “a ponerse nervioso”, según expuso en un programa de
televisión brasileña de máxima audiencia, tranquilo y esposado, el pasado
jueves. Veinticuatro horas antes había sido detenido por la División de
Homicidios de la región de la Baixada Fluminense. A sus 26 años dice haber
matado a 42 personas. Algunas por placer, otras por encargo. La Policía
fluminense cree su relato, ausente “de contradicciones” y de culpa: “No me
arrepiento, no. Para mí, lo hecho está hecho”.
Saílson le quitó la vida a una mujer por primera
vez a los 17 años (ese fue el único cadáver que ocultó, asegura). Hasta
entonces habían sido sobre todo gatos y gallinas, a navajazos. Según su
familia, comenzó a mostrar comportamientos violentos a los 11 años, meses
después de que su padre muriese electrocutado en un accidente laboral. Presume
de haber tenido las cosas siempre muy claras: cuando asesinaba por encargo, apuñalaba;
cuando lo hacía por placer, estrangulaba. Nunca tuvo dudas de su predilección
por las mujeres blancas; a Saílson le gustaba verlas “morir con los ojos bien
abiertos”. A las negras ni las tocaba; le recordaban a su propia familia. Sus
vecinos de Jardim Corumbá, barrio de Nova Iguaçú, dicen haber comprendido
finalmente por qué se quedaba tantas horas sentado en el bar de la esquina,
callado. “No era el alcohol, no... ¡Estaba observando a sus presas!”, comenta
indignada Tatiana, una vecina de Fátima Miranda (la última víctima de Saílson),
mientras hace corrillo con otras 4 ó 5 mujeres en la poca sombra disponible.
El termómetro marca 37 grados en este barrio
tradicionalmente violento de Nova Iguacú. Las amigas de Fátima Miranda beben
cerveza helada en la calle y hablan compulsivamente del serial killer
y de una mujer, igualmente detenida, que también había sido amiga de la
fallecida. El pasado miércoles, de madrugada, Sailson apuñaló a Doña Fátima,
de 62 años, en su casa de la calle Eduardo Pacheco, a 50 metros del bar donde
solía sentarse a beber.
A Doña Fátima le gustaba bailar samba y
barrer la calle y era generosa a la hora de pagar. “Si no fuese por Saílson,
ella estaría ahora mismo aquí con nosotras, como siempre, ¿sabe?”, dice Elena.
“La comunidad está horrorizada”.
Saben, como la policía, que el asesino ejecutó a
cuatro personas en el barrio: uno en una peluquería, los demás en su propia
casa. Pero el resto de la carnicería es, por ahora, confesión de Saílson. Usaba
guantes, tenía únicamente miedo a las cámaras digitales y era muy “calculador”.
Antes de cumplir su cometido “observaba mucho a la víctima, la estudiaba…
Esperaba un mes, a veces una semana, dependiendo del lugar”.
De sus 42 víctimas, sólo 3 son hombres: habría eliminado a 38 mujeres y un niño
de dos años (su único motivo de arrepentimiento), al que “debió ejecutar”
porque su llanto amenazaba con alertar a los vecinos mientras terminaba con su
madre.
Mujeres, adolescentes y niños se arremolinan en
las calles sin asfaltar de Jardim Corumbá y completan el retrato de lo que no
dijo el psicópata en su famosa entrevista con TV Globo. No contó que le gustaba
demasiado la cocaína, ni que compartía a su novia (Cleusa, la amiga de Doña
Fátima, de 42 años, inspiradora de muchos de los crímenes) con su amigo
José Messias, de 52 años, también detenido, apodado ‘Baixinho’ y ‘Cabeza de
Huevo’ en el barrio. “Vivían en un triángulo”, aseguran las vecinas a pocos
metros de la mesa del bar. “En esa casa pasaban cosas muy raras, créame…
Saílson nunca te miraba a la cara, miraba siempre de reojo, se pasaban las
noches en vela, sin hacer ruido, observando”.
Elena, la amiga de Doña Fátima, cuenta
que notó algo extraño en el ambiente la mañana del miércoles. Eran las once y
su compañera de danza no había salido aún a barrer la calle. Fue a buscarla a
su casa. “El gato maullaba muchísimo, pero no me atreví a abrir la puerta del
todo”, sigue Elena. Llegó ‘Cabeza de Huevo’, que preguntaba por la dueña “con
una insistencia sorprendente”. “Estaba la puerta entreabierta”. Pasaban los
minutos, Doña Fátima no salía y el gato “maullaba desesperado”, así
que Elena fue a buscar al marido de Tatiana y entraron en la casa. Los gritos
atrajeron a los vecinos. Elena prosigue: “Cabeza de Huevo se puso de rodillas,
tirándose de los pelos. ‘¿Quién puede haber hecho algo así, Dios mío?’,
preguntaba el canalla”. Cinco minutos después, Tatiana vio a Saílson y Cleusa
acercarse en bicicleta. “Al llegar a la esquina, vieron el panorama y aceleraron
los pedales”. Dice que ahí se dio cuenta. Todavía se agita: “¡Supe que eran
ellos! ¡Corrí a hablar con la policía!”.
La destartalada vivienda que compartía el trío
criminal estaba a pocas cuadras del bar y de la casa de Fátima Miranda. Cuando
llegó la policía, el miércoles al mediodía, Saílson y Cleusa estaban preparando
las maletas rápidamente. Empezaba a aproximarse gente por las calles, desde
abajo y desde arriba de la cuesta, al grito de “¡Asesinos…! ¡Linchamiento!” Los
agentes que cuidaban por fuera la puerta de chapa, junto a un coche abandonado
y cubierto por varias mantas, les pararon en seco: “Esto tenían que haberlo
hecho antes de que llegásemos nosotros… Una vez aquí, ya no podemos
permitirlo”.
En la casa encontraron máscaras ninja y pequeñas cantidades de
droga, además de mucho desorden y, sobre todo, el cuchillo con el que Saílson
había degollado a su última víctima. El barrio dice que el asesinato lo ordenó,
como tantas otras veces, Cleusa, que incluso había llegado a vivir unas semanas
en casa de la muerta. Le había pedido dinero, pero Doña Fátima se
había negado. Al parecer, no le gustaban las adicciones que compartía con su
pareja.
El comisario jefe de Homicidios de la Baixada Fluminense, Pedro
Henrique Medina, no encuentra todavía contradicciones en el
relato de Saílson. Lo califica de “asesino profesional” y de “psicópata”.
Tampoco su familia confía en que se trate de una enajenación transitoria:
sabían (o sospechaban) que el joven se había convertido en un asesino a sueldo.
“Por desgracia, estamos seguros de que está diciendo la verdad’, dijo su tía
Denise al diario O Globo.Le habían visto volver a casa alguna
madrugada con las manos sucias de sangre, pero no podían decir nada. “Estábamos
amenazadas”. La madre de Saílson es una feligresa de la iglesia pentecostal
Assembléias de Deus. Ha vivido los últimos años mudándose con frecuencia,
avergonzada por los robos de su hijo, y se va a marchar de nuevo, temerosa de
represalias.
Tan profundo es el estupor por la aparición de un
asesino en serie en el barrio que pocos habitantes de Jardim Corumbá se
preguntan aún por el papel en el que quedaría la policía si se confirmasen las
42 muertes. Todos, incluso los niños, comentan lo que dijo Saílson en la
televisión sobre su intención de volver a matar cuando salga de la cárcel.
Reaccionan con incredulidad a la explicación sobre los límites a las condenas
de reclusión en el Derecho Penal brasileño (un máximo de 30 años, aunque la
pena sea de cientos de años). “Ya le matará algún traficante en prisión”,
vaticina un señor mayor que bebe cerveza en la mesa del bar. Andressa, desde la
calle, asiente. “No es un loco. Es malo”.
Pedro
Cifuentes
http://internacional.elpais.com/internacional/2014/12/14/actualidad/1418590712_448000.html
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