jueves, 10 de mayo de 2007

Los niños sicario de Medellín

“Recuerdo la primera vez que me tocó matar. Yo había herido a personas pero no conocía los ojos de la muerte. Sucedió, un día por la mañana, en Copacabana, un pueblo cercano a Medellín. Estábamos robando una casa-finca y sin saber de dónde se nos apareció el celador. Yo, desde mi escondite, detrás de un muro, asomé la cabeza y de puro susto le metí por la espalda los seis tiros del tambor. El hombre quedó frito de una. Eso fue duro, pa qué le miento, muy duro. Pasé quince días que no podía comer porque veía al muerto hasta en la sopa… pero después se me hizo fácil, aprendía a matar sin que eso me molestara el sueño. Eso de matar es una cuestión que se vuelve normal. Lo mejor es matar gente que las debe, que ha sido grosera. O gente que uno no conoce. Es más difícil que me apunte a cascarle a alguien conocido. No tanto por culillo, al fin uno se acostumbra, sino porque es mal negocio dejar culebras[1] en todas partes”.

Se llama Toño. Es un joven sicario de la comuna nororiental de la ciudad de Medellín, un barrio tristemente conocido por poseer el más alto índice de violencia de toda Colombia y donde la cultura del asesinato es el pan de todos los días. Metrallo, como la llaman en su jerga los jóvenes, es la capital del departamento de Antioquía y la ciudad cuna de los pelaos, los chavales pistoleros que se formaron de la mano del narcotráfico, del afán del capo Pablo Escobar Gaviria y su famoso Cártel de Medellín por quitarse de en medio a todo el que se interponía en su carrera hacia el control del mercado de la cocaína, pagando una buena suma de dinero a los niños de los barrios más necesitados, a los que contrataba como asesinos para hacer el trabajo más sucio y arriesgado.

“Yo ya tango trece muertos encima, trece a los que les he dado con este índice, porque cuando voy en gallada[2] no cuento esos muertos como míos. Si me muero ya, me muero con amor. A fin de cuentas la muerte es el negocio, porque hacemos otros trabajos, pero lo principal es matar por encargo. Para ese oficio nos busca gente de todo el país. Yo analizo que el cliente sea serio, bien con el pago. Cobramos dependiendo de la persona que toque convertir en muñeco[3]; si es duro se pide por lo alto. Es que uno está arriesgando la vida, la libertad y el fierro[4]. Aquí en la ciudad lo menos es medio millón, pero para salir de la ciudad a darle a un pesado[5] cobramos por ahí tres millones”.
Estos chicos comienzan su carrera asesina muy jóvenes, a partir de los doce o trece años. En la edad en la que la mayoría de los niños sólo piensa en jugar, los pelaos por lo general se pasean con mirada fiera y con un tote[6] de 9 milímetros escondido en el cinturón, presumiendo que ya han asesinado a su primera víctima. Del mismo modo asumen que ésta terminará pronto también, pues la mayoría suelen ser abatidos a los pocos años por otros sicarios, por la misma banda de narcotraficantes cuando ya no los necesitan, e incluso por la policía en el transcurso de un fuego cruzado. “Me conformo con llegar a los 25”, decía uno de éstos muchachos en una entrevista. “El negocio es dejar a la familia con dinero. No me importa morir, lo peor es estar preso y pudrirse en una cárcel”.

Alonso Salazar, periodista colombiano y gran divulgador del problema de los jóvenes sicarios, sostiene que el mapa de las bandas de Medellín coincide con las zonas más pobres y populares, que son las barriadas que se expanden cada vez más en las afueras de la ciudad, a lo largo de la falda de la montaña. Él ha entrevistado a muchos de ellos en su libro “No nacimos pá semilla”[1], y sabe que aunque por un muñeco[2] siempre se paga bien, ser sicario no significa solamente salir de la pobreza, sino ser tenido en cuenta por su entorno, sobre todo por su familia.

Los caprichos que se pueden comprar con el dinero son importantes, pero nada les satisface más que el reconocimiento social, dejar a un lado la miseria y convertirse en alguien importante que pueda hacerle una casita a la madre, para ellos lo más sagrado. Así como odian al padre ausente, aquel que les ha abandonado, permitiendo que sus hijos crezcan sin comida que llevarse a la boca y sin un modelo que les enseñe los valores fundamentales de la vida, amar a la madre sin condición es una especie de principio obligatorio que los realza como personas y que todos cumplen incondicionalmente, porque reconocen que han luchado por sacarlos adelante solas y a ellas les deben todo. Para ellos matar no es tan malo siempre y cuando sea para favorecer a esa madre protectora, porque como dicen: “la madre es lo más sagrado que hay porque madre no hay sino una, mientras que papá puede ser cualquier hijueputa”.

La mayoría de estos niños sicarios son hijos de familias desestructuradas, a menudo con padres delincuentes que trabajan para algún narcotraficante con el menudeo de la droga, o madres solteras que no pueden hacerse cargo de sus tres o cuatro hijos y los abandonan a la aventura de las calles para que empiecen a buscarse la vida solos mientras ella trabaja todo el día para traer algo de comida para los más pequeños. Los chavales sienten la necesidad de insertarse en un grupo porque buscan la protección, el cariño y el respeto que no tienen en sus casas, y ya sea por falta de dinero o por ganas de hacerse valer de cara a los demás, se dejan engatusar por las bandas de criminales y comienzan una carrera delictiva, bien sea vendiendo artículos robados, vendiendo droga o asesinando por encargo. Eso les proporciona fama, dinero, un arma, una motocicleta, la admiración de una joven… la necesidad de adquirir un estatus, unido al desempleo, la cultura de la agresión que se vive en las calles y las condiciones sociales, les introducen en un camino sin retorno que siempre se paga con la muerte.

Irma es una adolescente cuyo hermano sicario mataron hace unos años. Está convencida que al principio William se metió en la profesión por el dinero, pero luego su carácter cambió y parecía como si lo hiciera por diversión. “Llegó un momento en que no le importaba nada matar, incluso yo creo que veían placer en la muerte. La degradación del grupo de mi hermano les llevó a matar mendigos e indigentes que dormían en la calle para entretenerse. Los encargos eran de todo tipo: venganzas familiares, motivos políticos, deudores que no pagaban o acreedores que con su muerte se terminaba la deuda. Los contratistas les daban una foto y les pagaban primero. Si alguno de ellos no pagaba, lo mataban también. Incluso iban al velatorio para comprobar que había muerto el adecuado. Yo estaba siempre informada de sus actuaciones porque les tenía que lavar la ropa manchada de sangre. En total yo creo que mi hermano participaría en el asesinato de más de cien personas”. William empezó a asesinar a la edad de trece años y lo mataron a los veintiocho. Su vida de sicario fue una de las más largas que se conoce en Medellín.

Esa es la triste realidad para muchos jóvenes colombianos. La muerte se convierte en una trivialidad, en una especie de rutina que forma parte de la vida cotidiana y que ya no sorprende a casi nadie. Si el hijo de fulanita empieza a traer dinero a casa, a comprar regalos a sus hermanos y amigos, si cambia de vestuario y se pone ropa cara de marca, si desaparece durante varios días sin que no se sepa a dónde va, nadie se extraña demasiado: el chaval se ha hecho sicario. Es el resultado de una ausencia de valores morales y culturales, pero también el resultado de una crisis socioeconómica que no permite asomar un futuro esperanzador para ninguno de esos muchachos que se crían en las calles, y ven la delincuencia organizada como una única salida para sacar sus vidas y las de sus familias adelante.

“¿De que sirve un salario mínimo?”, comenta uno de los jóvenes de un grupillo de adolescentes que deambulan por las calles sin nada mejor que hacer. “Unos pesos no alcanzan para nada. Por eso es mejor vender coca y basuco[1], o buscarse un muñeco para ponerle la lápida al cuello. Si a mí me encargan un muerto y me dan un buen billete, yo me la juego. Yo por dinero mato a quien sea…”.

Pero no es tan fácil hacerse sicario, y ellos lo saben. Entre todos los pelados que deambulan inactivos por las calles de Medellín, solo unos pocos consiguen ser contratados por alguna banda para realizar una serie de trabajos, y muchos menos logran formar parte de ella de manera permanente. Para convertirse en un buen pistolero y no caer muerto a la primera de cambio, los jóvenes aspirantes deben pasar una serie de pruebas que demostrarán su valía. Solo entonces estarán preparados para la profesión.

Suelen ser seleccionados por gente que está metida en el negocio, generalmente otros pelados que les conocen de verlos deambular por las calles y que les proponen el ganarse unos buenos billetes a cambio de un trabajo arriesgado, pero rápido y fácil si saben hacerlo con maña. Entonces, el chico empezará realizando pequeños delitos para la banda hasta que va perdiendo el miedo, como robos o pequeños atracos. Si demuestran valor, con el tiempo les ofrecerán un arma y munición, y con ella los primeros encargos. Pero antes de todo eso deben ganarse la confianza del grupo y pasar la prueba de fuego, aquella que realmente decidirá si tiene nervio y coraje suficiente para ser asesino: su primer muerto a sangre fría.

Si el jefe es considerado, se conformará con que el candidato vacíe el cargador de su fierro sobre el primer automovilista con el que se cruce y que esté detenido en un semáforo con la luz roja, o que mate a la persona que éste desee, que es lo más fácil suponiendo que el chaval tenga algún rival o enemigo y aproveche la ocasión como venganza personal. Pero si topa con un déspota que de verdad pretende ponerlo a prueba para saber si podrá realizar encargos más complicados, le retará a que mate a uno de sus íntimos amigos o a un pariente cercano. Si pasa la prueba, formará parte de la banda de pistoleros a sueldo, y si no lo hace, lo más seguro es que él mismo acabe tirado en una acequia con varios tiros en el pecho.

Los jóvenes más avispados que logran sobrevivir unos años como sicarios sin ser asesinados, pero solo uno entre muy pocos, cuando se van haciendo viejos en el “oficio”, llegan a abandonar la actividad activa para volcarse en un negocio más rentable y seguro que se conoce como “oficina”. La oficina es un lugar de reclutamiento para otros pelados nóveles, que como ellos hicieron en su día, buscan ser contratados como asesinos a sueldo y están dispuestos a cualquier cosa por conseguirlo. Allí reciben a multitud de niños que serán puestos a prueba para seleccionar a los más válidos y actúan como intermediarios con los clientes negociando los precios de los encargos dependiendo de la importancia y la complicación de un trabajo. Toño es uno de estos ex sicarios que ahora trabaja como mediador. Después de pasar una temporada en la cárcel tras ser detenido por la Policía, decidió buscarse la vida de una manera menos arriesgada y formó una oficina con otros presos que conoció allí. “Nosotros somos cruceros, intermediarios. Manejamos las fuentes, gente que necesita que le hagan un trabajo o que pasan información. Analizamos lo que hay que hacer, cuánto billete van a dar y qué tan complicada es la cosa. De acuerdo con eso armamos la selección. Conseguimos unos pelados que hagan el trabajo y les pagamos. Eso es fácil, se consiguen pelados para lo que sea… No nos gusta trabajar con pelados calientes, que hacen maldades por cualquier peso, buscamos pelados serios. Cuando alguno quiere trabajar con nosotros, pregunto: ¿Ese muchacho quién es? ¿Es serio?, y analizo. Ellos se meten por su gusto, no por que uno les diga. Son muchachos que ven la realidad, saben que estudiando y trabajando no consiguen nada y que en cambio con uno se levantan los lucas”[1].

Otros como Wilson, sin embargo, esperan ansiosos ser contratados en Europa para dejar atrás el miedo y el ansia que le provoca el día a día en Medellín, en dónde es consciente que la muerte le está acechando en cada esquina y cuando menos se lo espere le vaciarán un cargador encima para quitárselo de en medio, como le ha pasado a tantos conocidos. Él nunca ha tenido la oportunidad de viajar fuera, pero conoce a otros pelados que han sido contratados en España y que se han instalado allí, y sabe que les ha ido bien, por lo que afirma que estaría dispuesto a partir inmediatamente hacia Madrid o a cualquier localidad española si le solicitasen para un trabajo. “No solo tengo la ventaja de ser serio y cumplido, sino que no tengo antecedentes penales y me sería fácil entrar en el país. La gente que lleva tiempo en España dice que allí hay mucho billete, que por un muerto llegan a pagar hasta cinco millones de pesos (unos dos mil euros), mientras que aquí hacemos la vuelta hasta por cien mil pesos (treinta y seis euros). No es negocio…”.
Pili Abeijón
Criminóloga
(Capítulo del libro "Sicarios: Asesinos a sueldo". Editorial Arco-Press)
NOTAS:
[1] Enemigos.
[2] En pandilla.
[3] Asesinar.
[4] El arma.
[5] Persona importante.
[6] Pistola.
[7] “No nacimos pá semilla. La cultura de las bandas juveniles en Medellín”, de Alonso Salázar. Editorial Planeta Colombiana. 2002.
[8] Víctima, persona para asesinar.
[9] Es una sustancia psicoactiva muy adictiva y destructiva para el organismo derivada de la pasta de coca, que se mezcla con tabaco para ser fumada.
[10] Billetes.

2 comentarios:

Unknown dijo...

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Matando sin escrupulos dijo...

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