Fue en la madrugada del 1 de agosto de 1980. Tres disparos certeros acabaron fulminantemente con la vida de Manuel de la Sierra y Torres y su esposa, María Lourdes Urquijo y Morenés, los dos, marqueses de Urquijo. Un guardia de seguridad se percató a la mañana siguiente de que uno de los cristales visible desde el exterior de la lujosa residencia de los Urquijo en Somosaguas estaba roto y dio la voz de alarma. A los pocos minutos todo Madrid comentaba la noticia. Los marqueses de Urquijo habían sido asesinados.
Desde el primer momento el desconcierto fue total tanto entre la Policía, que no encontraba un móvil verosímil para el crimen, como entre los periodistas, que se las veían y se las deseaban para recabar detalles de un suceso que había despertado inusitado interés entre la opinión pública. Los marqueses eran la cúspide de una relevante familia aristocrática, muy influyente en el sector de la banca, y dueños de una ingente fortuna.
Conforme se fueron conociendo los detalles del caso, aumentaban las incóginitas y la curiosidad. Los investigadores siempre tuvieron claro que el o los homicidas conocían a la perfección el interior de la inmensa mansión de los Urquijo. Forzando discretamente algunos accesos que conocían de antemano, los intrusos llegaron directos a la alcoba donde dormía el marqués. Con sigilo extremo se le encañonó mientras dormía. Recibió un balazo en la nuca que resultó letal. Según recogió la sentencia del primer juicio por el asesinato, un segundo proyectil impactó contra la pared del dormitorio tras tropezar el asesino con una silla. Fue este segundo disparo el que alertó a la marquesa. «¿Quién anda ahí?», preguntó. Como respuesta recibió dos tiros, uno en la boca y otro en el cuello, que acabaron con su vida.
Por la munición empleada, los funcionarios del Grupo IX de la Brigada Judicial, que fue a quienes se encomendó la resolución de un misterio que tenía en vilo a todo el país, coligieron que el pistolero habría de ser un experto tirador, puesto que solo así se explicaba que hubiera apostado por proyectiles del calibre 22, mortales solo a muy corta distancia y con mucho tino por parte del tirador.
Desde el primer momento el desconcierto fue total tanto entre la Policía, que no encontraba un móvil verosímil para el crimen, como entre los periodistas, que se las veían y se las deseaban para recabar detalles de un suceso que había despertado inusitado interés entre la opinión pública. Los marqueses eran la cúspide de una relevante familia aristocrática, muy influyente en el sector de la banca, y dueños de una ingente fortuna.
Conforme se fueron conociendo los detalles del caso, aumentaban las incóginitas y la curiosidad. Los investigadores siempre tuvieron claro que el o los homicidas conocían a la perfección el interior de la inmensa mansión de los Urquijo. Forzando discretamente algunos accesos que conocían de antemano, los intrusos llegaron directos a la alcoba donde dormía el marqués. Con sigilo extremo se le encañonó mientras dormía. Recibió un balazo en la nuca que resultó letal. Según recogió la sentencia del primer juicio por el asesinato, un segundo proyectil impactó contra la pared del dormitorio tras tropezar el asesino con una silla. Fue este segundo disparo el que alertó a la marquesa. «¿Quién anda ahí?», preguntó. Como respuesta recibió dos tiros, uno en la boca y otro en el cuello, que acabaron con su vida.
Por la munición empleada, los funcionarios del Grupo IX de la Brigada Judicial, que fue a quienes se encomendó la resolución de un misterio que tenía en vilo a todo el país, coligieron que el pistolero habría de ser un experto tirador, puesto que solo así se explicaba que hubiera apostado por proyectiles del calibre 22, mortales solo a muy corta distancia y con mucho tino por parte del tirador.
Pasaron muchos meses hasta que la Policía pudo encajar las piezas del rompecabezas. Meses en los que no cesaron ni las especulaciones ni el desfile mediático de unos y otros implicados en la historia. Hasta que en el mes de abril de 1981, ocho meses después, se producía la detención de Rafael Escobedo, ex marido de Miriam de la Sierra, hija mayor del matrimonio asesinado.
A partir de ese momento, el asunto se convirtió en un filón para los medios de comunicación más sensacionalistas y el morbo en torno a las intimidades de una familia opulenta pero desgarrada sirvió de pábulo a que especulaciones y truculencias llenaran los papeles. Se aireó entonces que al marqués nunca le gustó su yerno. Lo manifestara o no de modo explícito, a Don Manuel no le hacía ninguna gracia que su hija se hubiera casado con alguien por el que él no sentía la menor estima. Así, nunca apoyó económicamente a la pareja, ni siquiera, como recogió la sentencia que condenó a Escobedo, «en momentos de agobio». Pocos días antes del crimen, Escobedo, a quien toda España conocería como «Rafi», que jamás pudo soportar la ruptura con su mujer, amenazó a esta y a su familia: «Te vas a acordar de mí. Voy a hundir a tus padres. Esta vez va en serio».
Escobedo fue condenado a cincuenta y tres años de cárcel por los dos asesinatos. El fallo judicial incluía una frase inquietante y que todavía hoy, treinta años después, alienta toda clase de teorías cosnpiratorias en torno al asesinato de los nobles. Según el Tribunal, Rafi actuó «por sí solo o en unión de otros».
Poco después del juicio, haría su aparición una de las estrellas del caso. Como en todo crimen novelesco que se precie, y este se preciaba, tenía que haber un mayordomo. El de los Urquijo, un tal Vicente Díaz Romero, afirmó en entrevistas por las que cobró muchos millones de pesetas que el verdadero cerebro del crimen era Juan de la Sierra, hijo del matrimonio Urquijo, que tenía 22 años cuando sus padres fueron asesinados. Según Díaz, Juan había sido quien «manda a Rafi que se cargue a su padre». El mayordomo tenía su propia visión del asunto. Para él, la muerte de sus patrones era una obra colectiva de Juan, Escobedo, Mauricio López Roberts, marqués de Torrehermosa y Diego Martínez Herrera, administrador de los bienes de la familia. Todos los complicados buscarían hacerse con un trozo del pastel del enorme patrimonio de los marqueses, quienes, al parecer no se caracterizaban por su excesiva generosidad. Como contó Juan en una entrevista a ABC en 1983, «A mi padre le gustaba que nos abriéramos camino nosotros mismos».
A partir de ese momento, el asunto se convirtió en un filón para los medios de comunicación más sensacionalistas y el morbo en torno a las intimidades de una familia opulenta pero desgarrada sirvió de pábulo a que especulaciones y truculencias llenaran los papeles. Se aireó entonces que al marqués nunca le gustó su yerno. Lo manifestara o no de modo explícito, a Don Manuel no le hacía ninguna gracia que su hija se hubiera casado con alguien por el que él no sentía la menor estima. Así, nunca apoyó económicamente a la pareja, ni siquiera, como recogió la sentencia que condenó a Escobedo, «en momentos de agobio». Pocos días antes del crimen, Escobedo, a quien toda España conocería como «Rafi», que jamás pudo soportar la ruptura con su mujer, amenazó a esta y a su familia: «Te vas a acordar de mí. Voy a hundir a tus padres. Esta vez va en serio».
Escobedo fue condenado a cincuenta y tres años de cárcel por los dos asesinatos. El fallo judicial incluía una frase inquietante y que todavía hoy, treinta años después, alienta toda clase de teorías cosnpiratorias en torno al asesinato de los nobles. Según el Tribunal, Rafi actuó «por sí solo o en unión de otros».
Poco después del juicio, haría su aparición una de las estrellas del caso. Como en todo crimen novelesco que se precie, y este se preciaba, tenía que haber un mayordomo. El de los Urquijo, un tal Vicente Díaz Romero, afirmó en entrevistas por las que cobró muchos millones de pesetas que el verdadero cerebro del crimen era Juan de la Sierra, hijo del matrimonio Urquijo, que tenía 22 años cuando sus padres fueron asesinados. Según Díaz, Juan había sido quien «manda a Rafi que se cargue a su padre». El mayordomo tenía su propia visión del asunto. Para él, la muerte de sus patrones era una obra colectiva de Juan, Escobedo, Mauricio López Roberts, marqués de Torrehermosa y Diego Martínez Herrera, administrador de los bienes de la familia. Todos los complicados buscarían hacerse con un trozo del pastel del enorme patrimonio de los marqueses, quienes, al parecer no se caracterizaban por su excesiva generosidad. Como contó Juan en una entrevista a ABC en 1983, «A mi padre le gustaba que nos abriéramos camino nosotros mismos».
El escándalo del mayordomo
A quien se dejaba fuera el fámulo era a Javier Anastasio, el único hombre además de Escobedo, a quien la Justicia consideraría culpable del asesinato. Anastasio fue procesado tras incriminarle López Roberts, pero tras ser excarcelado por haber cumplido el periodo máximo de estancia en prisión provisional, abandonó el país. En paradero desconocido desde entonces, nunca ha cumplido la condena que le fue impuesta. También fue condenado, aunque solo como encubridor, López Roberts.
El último giro de esta macabra historia llegaría el 27 de agosto de 1988. Lo que comenzó en verano tendría su cierre también en verano. Al filo del mediodía de aquel día, un funcionario de la prisión de El Dueso, en Cantabria, encontraba ahorcado en su celda a Rafael Escobedo, quien a la postre más caro pagó el crimen de Somosaguas. Escobedo, que durante su estancia en prisión había hecho una amiga muy poco recomendable, la heroína, llevaba tiempo amenazando con poner fin a su vida. Eso no impidió que cuando apareció su cadáver muchos vieran detrás la implicación de una mano negra que quisiera asegurarse para siempre su silencio. Se cerraba así uno de los más destacados episodios de la crónica negra española. ¿Para siempre?
Guillermo D. Olmo
ABC
El último giro de esta macabra historia llegaría el 27 de agosto de 1988. Lo que comenzó en verano tendría su cierre también en verano. Al filo del mediodía de aquel día, un funcionario de la prisión de El Dueso, en Cantabria, encontraba ahorcado en su celda a Rafael Escobedo, quien a la postre más caro pagó el crimen de Somosaguas. Escobedo, que durante su estancia en prisión había hecho una amiga muy poco recomendable, la heroína, llevaba tiempo amenazando con poner fin a su vida. Eso no impidió que cuando apareció su cadáver muchos vieran detrás la implicación de una mano negra que quisiera asegurarse para siempre su silencio. Se cerraba así uno de los más destacados episodios de la crónica negra española. ¿Para siempre?
Guillermo D. Olmo
ABC
Fiscal del Caso Urquijo: José Antonio Zarzalejos Altares
ResponderEliminarnecesidad de comprobar:)
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