Los 96 reclusos forman en fila india. Es su
último día en prisión, pero antes de salir a la calle tienen que pasar por una
última prueba: el detector de futura criminalidad. De uno en uno entran en la
sala donde los médicos les colocan una especie de casquete. Sentados frente a
un ordenador, los todavía reos tienen que responder a preguntas y usar unos
videojuegos. Parece un examen del carné de conducir. Pero no les vale haberse
entrenado ni saberse las respuestas. Al otro lado del cristal, un monitor va
procesando sus estímulos cerebrales. Al ver los resultados de uno de ellos en
pantalla, el doctor Khiel lanza una mirada cómplice al alcaide: “Este”, apunta.
No necesita decir más. El director de la cárcel se vuelve hacia su ayudante:
“Toma nota. El recluso 4.567 quedará libre, pero con vigilancia especial. Antes
de que pasen cuatro años lo volveremos a tener aquí”. No es una película. Y, si
lo fuera, no sería muy original, porque Spielberg, en su adaptación del relato Minority
report de Philip K. Dick (1956), ya usó un argumento similar. Pero si
quisiéramos hacer una nueva versión de la película, la frase de que “cualquier
parecido con la realidad es pura coincidencia” no se podría usar. Más bien,
para ser justos con los derechos de propiedad intelectual, en los títulos de
crédito debería figurar otra que dijera: “Basada en una historia sacada de Proceedings of the National Academy of Sciences
(PNAS) en su versión recogida por Science
y Nature”. No es poca cosa como fuente de
inspiración: se trata de tres de las publicaciones científicas más importantes
del mundo.
Las bases reales de este supuesto guion se están
escribiendo en estos momentos. Las pruebas de neuroimagen son una herramienta
cargada de posibilidades entre los investigadores. En este caso se utilizaron
para medir la probabilidad de reincidir de un grupo de convictos. Y en ciencia,
ya se sabe, después del primer paso vienen los demás. Y la idea de predecir el
comportamiento —más aún el criminal— por métodos científicos es tentadora. Ya
lo intentó Cesare Lomboso en el siglo XIX, con su intento de identificar y
clasificar a los delincuentes en particular o a las personas en general por su
aspecto. La teoría, nunca comprobada, tuvo bastante éxito, y sus coletazos
llegaron hasta Antonio Vallejo Nájera e incluso a Gregorio Marañón. El
franquismo en España intentó usar algo similar para identificar a rojos y otros
desafectos, con sentencias en las que “la mirada” o “el prognatismo” se
asociaban a comportamientos perseguibles.
En este caso, se utilizó neuroimagen para ver qué
pasaba en una diminuta porción del cerebro, el córtex del cíngulo anterior
(CCA). En concreto, los investigadores de la ONG Mind Research Network de
Albuquerque (Nuevo México) consiguieron el permiso para estudiar el cerebro de
96 hombres justo antes de salir de prisión. Los sometieron a una serie de
preguntas y pruebas en las que tenían que poner en juego su sistema de toma de
decisiones o inhibir sus respuestas más impulsivas. Con la resonancia magnética
midieron la actividad del CCA de cada uno durante el proceso.
Esta fue solo la primera parte del ensayo. Aunque
todos habían sido condenados y todos respondían a los mismos estímulos, la
actividad del CCA era variable. En unos se detectaba el aumento propio de un
funcionamiento acelerado; en otros, nada.
El experimento se completó con un seguimiento de
la reincidencia de estos voluntarios durante cuatro años. Y el resultado llegó
al cruzar los datos de aquella primera prueba de neuroimagen con su registro
delictivo: aquellos que mostraban una menor actividad en el CCA tenían unas
tasas de reingreso en prisión 2,6 veces mayor que los demás. Más aún: la
proporción subía a 4,3 veces si se tomaban solo delitos no violentos. Y todo
ello después de descartar el efecto en el futuro comportamiento de los
investigados de factores como la adicción a sustancias.
El supuesto doctor Khiel de la historia (un
nombre no tan ficticio porque Kent Khiel es el neurólogo de la ONG que ha
dirigido el trabajo) tenía, por tanto, una base seria para advertir al alcaide
del riesgo potencial de quienes iba a poner en libertad.
La tentación inmediata de esta historia sería
hacer la prueba de la neuroimagen a todo el que vaya a dejar la cárcel. En
función del resultado, ya se sabría a quién habría que poner especial vigilancia.
Quizá, llegado al extremo, se podría pensar en no excarcelarlo. Aún más,
siguiendo el giro que dio Spielberg a la historia, ni siquiera habría que
esperar a que las personas delincan por primera vez: se les podría detener
antes de que lo hicieran. Pero los propios autores del estudio descartan que
esto pueda usarse tal cual. Con los pies en la tierra, Khiel, el neurólogo real
que ha dirigido el trabajo, es categórico: “No es algo para aplicar ya”.
Sin embargo, el estudio no deja indiferente a los
científicos. Miquel Bernardo, presidente de la Sociedad Española de Psiquiatría
Biológica (SEPB), empieza por destacar la importancia de las publicaciones en
las que se ha presentado. No es un guion destinado a consumo masivo y a ser
disfrutado con un cubo de palomitas. Pero, en su papel de representante del
mundo de la ciencia, a renglón seguido, advierte contra la traslación tal cual
de los resultados de las técnicas de neuroimagen. Estas “han creado
expectativas muy esperanzadoras y optimistas para la predicción y tratamiento
de conductas y enfermedades mentales”, pero este entusiasmo “va por oleadas” y
“ahora se está enfriando”, advierte, de una manera similar a lo que ocurrió con
el Proyecto Genoma de hace más de 10 años, que causó una fiebre por identificar
genes relacionados con todo, desde obesidad a autismo, y ahora mismo esas
informaciones, valiosas sin duda, pasan ya desapercibidas.
Lo ideal, indica el experto, sería que se pudiera
asociar un área del cerebro de manera unívoca a una conducta, pero el
comportamiento humano es tan complejo que eso no es posible, por lo que todos
estos estudios hay que tomarlos como “ayudas o pistas”, pero “nunca de manera
definitiva”, dice Bernardo. “Lo que está claro es que en el cerebro está el
sustrato de la conducta humana”. Con algo más de poesía, el neurocientífico
colombiano Rodolfo Llinás decía en una entrevista concedida a este periódico en
2009 que “el alma está en el cerebro”.
Según este estudio, la variación en la actividad
cerebral puede asociarse a la comisión de delitos pasados o futuros, pero la
psicóloga forense Rocío Gómez Hermoso cree que tal y como este está diseñado el
estudio no sirve para discriminar si la neuroimagen refleja una causa o un
efecto. “Si es un efecto del comportamiento anterior, no serviría de nada”.
Lo que está detrás de estos intentos es la base
de las disquisiciones sobre el comportamiento humano desde hace 30 siglos: si
nacemos de una manera o nos hacemos. Se puede aplicar a prácticamente todo:
inteligencia, orientación sexual, propensión a delinquir, bondad —el hombre
como lobo para el hombre de Hobbes o el buen salvaje al que la sociedad
corrompe de Rousseau— o la creatividad. Trasladado al lenguaje de hace medio
siglo, es el debate entre genotipo, lo innato, y fenotipo, lo adquirido.
Santiago Ramón y Cajal lo complicó todo más y lo llevó al mundo más científico
al describir la plasticidad del cerebro: este determina lo que hacemos, pero
cambia según lo que nos pasa.
Desde su desarrollo, la neuroimagen se ha usado
para medir qué pasa en el cerebro en todo tipo de situaciones: al sentir hambre
o ira, al estar sano o enfermo, al leer, al recordar, al conducir, y también en
otras donde parece que el aparataje necesario (una especie de secador de pelo
que es el encargado de medir qué partes del cerebro se activan —o no— en cada
momento) es más complicado de aplicar, como al practicar sexo o arbitrar un
partido de fútbol.
Obviamente, Khiel no había elegido estudiar el
CCA al azar.Ya en pruebas más generales se había visto que el CCA, como indica
en un artículo John Allman, del California Institute of Techonology (Caltec),
era un área de “interfaz entre la emoción y el conocimiento”, con competencias
sobre el “autocontrol emocional, la resolución de problemas, el reconocimiento
de errores y una respuesta adaptativa a condiciones cambiantes en yuxtaposición
con las emociones”. Por todo esto, no se ha estudiado todo el cerebro. La
elección del área sobre la que se investigó, el CCA, es lógica. “Está
relacionada con la impulsividad y el autocontrol”, resume Bernardo. “Una
desregulación de este área significaría vulnerabilidad ante cierto tipo de
conductas”, añade.
No es que los científicos tengan especial
predilección por el CCA (aunque su riqueza potencial lo justificaría). Cada
emoción y actividad se corresponde con una o varias zonas del cerebro, desde
respirar a pensar en física cuántica. O, al menos, eso es lo que creemos. Y es
que el sistema neurológico es, seguramente, el más desconocido del cuerpo
humano. Su núcleo, encerrado por los fuertes huesos del cráneo, es el cerebro,
el órgano más misterioso. Resulta casi imposible de manipular en vivo. Como si
se le pudiera aplicar el principio de incertidumbre de Heisenberg, medirlo
implicaría alterarlo. Y de ahí el auge de las técnicas de imagen, como la
resonancia, que son las que más se acercan a ver cómo funcionan sus engranajes
sin tener que entrar dentro de él.
Por eso, Bernardo cree que la lectura positiva
que se puede sacar de este trabajo, más que lo “exótico” de sus planteamientos
—el juego mental sobre el posible guion que saldría de la historia—, es que se
avanza en dirección hacia unos “nuevos biomarcadores”. Si en otras
enfermedades, como el cáncer, se buscan proteínas o células que indiquen lo que
le pasa al paciente, en el caso de las enfermedades mentales las técnicas de
imagen pueden ser un agente fundamental, “y no solo para predecir conductas,
sino, más importante, para definir tratamientos”, añade el psiquiatra. “Tiene
una utilidad funcional y estructural para validar diagnósticos, tratamientos y
efectuar pronósticos”.
Centrada en el trabajo, Rocío Gómez Hermoso,
psicóloga forense desde 1995, señala las debilidades que ve en el estudio.
Aunque reconoce lo atractivo que puede resultar, “concluir algo de un trabajo
tan incipiente es problemático”, afirma. Para la psicóloga de vigilancia
penitenciaria, hay tres inconvenientes grandes en el artículo. “Son solo 96
personas, que son pocas, solo se las sigue durante cuatro años y falta comparar
con el resultado que darían en la prueba personas que no hubieran estado en
prisión”. “Tampoco sabemos la tipología exacta ni a violencia de sus delitos”.
“De hecho, los propios autores reconocen que no saben cómo pueden influir otros
elementos”, indica la psicóloga.
Contra los fuegos artificiales de una tecnología
muy llamativa pero con resultados controvertidos, Gómez Hermoso ofrece la
realidad del día a día de su trabajo. “Estamos haciendo un estudio con 150
personas que hemos evaluado, y hemos acertado —tanto para indicar que van a
reincidir como que no— en el 96% de los casos”.
Para ello, Gómez Hermoso y su equipo han
recurrido a la metodología tradicional: “Medir mediante entrevistas, la
observación y las guías de valoración, básicamente la asunción de la autoría y
su responsabilidad; analizar si existen o no rasgos psicopáticos”. Por eso,
asegura: “Ni tenemos el equipamiento para hacer esas mediciones de neuroimagen,
ni lo necesitamos”.
O, por lo menos, no lo necesita de momento.