Los narcotraficantes andan por ahí y no es difícil identificarlos. En esta misma sala me han venido a ver cuatro o cinco veces para proponerme negocio. Aquí, donde está sentado usted, me ofrecieron 10 millones de euros". José Zamora Induta, 43 años, jefe de las Fuerzas Armadas de Guinea-Bissau, habla con una naturalidad asombrosa sobre las redes de traficantes de drogas, locales y extranjeros, en este país de África Occidental. Zamora, capitán de navío (grado equivalente a coronel), es el nuevo hombre fuerte después del doble asesinato, el 1 de marzo, del presidente João Bernardo Nino Vieira y del jefe de la cúpula militar, general Baptista Tagmé Na Wae. Hoy, los guineanos acuden a las urnas para elegir a un nuevo presidente, en un clima donde predomina el pesimismo. ¿Tan mal están las cosas en este país africano, maltratadoy olvidado a partes iguales, al que una agencia de la ONU y numerosos medios ya describen como el primer narcoestado de África?
De noche, en el corazón de las tinieblas de la capital guineana hay vida. Las sombras se mueven como en pleno día. Es la adaptación al medio, como los felinos, y a muchos años de vivir en la oscuridad. La vida nocturna permite descubrir que la presencia de traficantes de distinto pelaje, contrabandistas, negociantes, aventureros, espías, confidentes, no es una fábula. Alimentados por ruidosos grupos electrógenos, bares, restaurantes y discotecas tienen abundante clientela los días que están abiertos.
Hasta un casino. ¿Un casino en Bissau? ¿Para qué? Para lavar dinero sucio, comenta un residente extranjero con larga experiencia en África. La imagen no puede ser más deprimente. La sala de máquinas tragaperras está desierta. En una esquina, una mujer sentada en la barra da cabezadas. En la sala de juego, separada por una cortina roja, seis tipos juegan al póquer en un ambiente lúgubre.
Por las calles polvorientas asoman vehículos que no pasan desapercibidos en un parque móvil de derribo como el guineano. Kalliste, en la plaza del Che Guevara, es uno de los locales frecuentados por los amantes de la ostentación en medio de la miseria. A medianoche, mientras suena la música en vivo, llegan camionetas Hummer, Porsche Cayenne, Mercedes, Audi.
Últimos modelos. De su interior salen negros fornidos o tipos con acento latinoamericano acompañados de muchachas atractivas. Algunos deestos vehículos duermen en el hotel 24 de Septiembre, con fama de tener la mejor piscina de Bissau. Los fines de semana, jóvenes de buena planta y aprendices de modelo pasan aquí la tarde, en compañía de buen whisky, móvil en mano y ante la mirada de guardaespaldas. Son escenas de un mundo que parece irreal, en contraste brutal con la realidad de cualquier rincón de este país maltratado.
El narcotráfico empieza a ser un problema a partir de2005, con el regreso de Nino Vieira, el gran actor político de las últimas décadas que había sido derrocado seis años antes. Pescadores de la región costera de Biombo descubren un bidón flotando en el agua empujado por la corriente. En su interior hay un polvo misterioso de color blanco. Los nativos experimentan con el hallazgo: unos lo usan para embadurnarse el rostro y sienten mareos; otros creen que se trata de un fertilizante, pero las plantas y hortalizas se mueren, e incluso los hay que lo prueban para marcar las líneas de un campo de fútbol. El caso alcanza amplio eco mediático cuando se comprueba que se trata de un bidón de cocaína extraviado de un cargamento lanzado al agua desde un barco.
A finales de 2007, Carmelita Pires, ministra de Justicia de la época, acude a Lisboa a una conferencia internacional sobre narcotráfico y presenta una relación de políticos, militares y policías de Guinea-Bissau involucrados en actividades ilegales. "Era un trabajo sobre quién es quién", explica. Pires está amenazada de muerte.
Aquel mismo año, Amador Sánchez Rico, jefe de la oficina de África Occidental de la Comisión Europea, recibe una orden escueta de su jefe en Bruselas: "Ocúpate de Guinea-Bissau. Se están complicando las cosas". Llegan noticias inquietantes que indican que una cuarta parte de la droga colombiana, peruana o boliviana que se consume en Europa transita por la nueva ruta africana. Los informadores sobre el terreno hablan de cargamentos de cocaína por mar y aire a islas deshabitadas, a pistas de aterrizaje abandonadas, de aviones que lanzan la carga en paracaídas, de mulas (correos humanos) que transportan cápsulas con droga en el estómago. "Hay historias de película imposibles de contrastar", explica Sánchez Rico. Las autoridades guineanas piden ayuda, Portugal presiona, España abre embajada y los organismos internacionales empiezan a reaccionar: Naciones Unidas, Unión Europea (UE), Comunidad Económica de Estados de África Occidental (CEDEAO)...
La antigua colonia portuguesa ha empezado a recibir periodistas en busca de historias de narcotraficantes. Quien espere encontrarlos a la vuelta de la esquina puede llevarse una tremenda frustración. Lo que salta a la vista es un mundo de pobreza y abandono, donde la mayoría sobrevive como puede. Bissau es una ciudad con la red eléctrica destruida por la guerra de hace 10 años -tienen luz quienes disponen de grupo electrógeno-, sin agua corriente y, prácticamente, sin red de telefonía fija. Una cuarta parte de los niños muere antes de los cinco años. Dos tercios de los 1,7 millones de habitantes viven por debajo del umbral de pobreza. El PIB nominal per cápita es de 220 dólares, entre los cuatro más bajos del mundo, según el FMI. El funcionamiento de los hospitales depende en un 90% de la ayuda exterior o de acuerdos para programas específicos. Los empleados públicos, con excepción de los militares, no cobran su salario desde enero. Muchos edificios, como el antiguo palacio presidencial, exhiben los destrozos de la última guerra (1998-1999).
"Es un país con todos los ingredientes de un Estado fallido", dice Sánchez Rico. Gran parte del territorio nacional, que incluye 82 islas del archipiélago Bijagos y numerosas pistas de aterrizaje de la época colonial, está fuera de control. La Marina tiene apenas dos embarcaciones en funcionamiento. La Fuerza Aérea sólo existe nominalmente, porque ni siquiera tiene un helicóptero. "En Guinea-Bissau sólo vuelan los mosquitos", comenta el general Juan Esteban Verástegui, jefe de la misión de la UE para la reforma del sector de seguridad.
A las siete de la mañana, el club militar de oficiales de Bissau, habilitado provisionalmente como sede del Estado Mayor General, es un hervidero de soldados fuertemente armados. Son el escudo del hombre más protegido del país. "Este puesto es de alto riesgo", admite el jefe máximo, José Zamora, vestido de uniforme de faena y boina, al recordar la bomba que mató a su antecesor en la sede del cuartel general del Ejército. Los tres últimos jefes militares de Guinea-Bissau murieron violentamente. Zamora se esfuerza en transmitir una sensación de normalidad, aunque el mensaje que sale de sus entrañas no es tranquilizador, en un país donde los militares tienen la última palabra. "Aquí haría falta un dictador, en el buen sentido, para moralizar la sociedad", dice sin pestañear. "Para combatir el narcotráfico es preciso alguien que esté limpio. Se lo he dicho a los americanos cuando les pedí medios para enfrentar a los traficantes".
En la misma entrevista acusa directamente al ex ministro y candidato presidencial Baciro Dabó de estar detrás del atentado que costó la vida al anterior jefe de las Fuerzas Armadas. "Pero este político tiene inmunidad y no lo podemos citar a declarar", dice. Días después, el ex ministro y comandante del Ejército murió acribillado por hombres uniformados en su casa. Idéntica suerte corrió el ex ministro de Defensa Helder Proença. Los militares dieron una versión difícil de creer que acusaba a las víctimas de preparar un golpe de Estado, pese a tratarse de dos políticos controvertidos, vinculados con el anterior presidente Vieira. Es decir, para impedir un golpe mataron a quemarropa a dos dirigentes políticos.
Es paradójico. Pocas lecciones de limpieza moral puede dar el Ejército de este país, pese a las palabras de su jefe. Basta escuchar a Lucinda Barbosa, directora general de la Policía Judicial (PJ), único cuerpo de seguridad con competencias para combatir el narcotráfico. Tiene 60 agentes -espera contar con 107 a finales de año-, mal remunerados y sin recursos, frente a un enemigo con dinero de sobra para comprar voluntades. "Es difícil luchar contra el crimen organizado, exige mucha inversión y tiempo", afirma. "Queda mucho por hacer, pero algo hemos hecho", agrega.
Las tres mayores capturas de droga, entre 2006 y 2008, han sido episodios dignos de la mejor película de intriga. El primer cargamento (674 kilogramos de cocaína), interceptado en el puerto de Bissau, está valorado en 20 millones de euros. La droga desapareció de los depósitos del Tesoro Público y la investigación sigue abierta. En el operativo del segundo alijo (634 kilos), descargado en una antigua pista de aterrizaje de la época colonial a 50 kilómetros de Bissau, caen detenidos el capitán Rui Na Flack y el teniente Augusto Armando Balanta. Son liberados por orden del entonces jefe de las Fuerzas Armadas, Tagmé Na Wae, que se erige en juez. Cuatro meses después, los colombianos Juan Pablo Camacho y Luis Fernando Ortega son detenidos con 95.000 euros, dos granadas, un fusil AK-47, una pistola y gas paralizante. Salen libres después de pagar una fianza.
El caso más escandaloso estalla en julio de 2008, cuando aterriza en el aeropuerto internacional de la capital guineana un jet privado procedente de Venezuela. Aparentemente tiene problemas técnicos. A las pocas horas llega otra nave desde Dakar con la presunta misión de prestar asistencia técnica. El cúmulo de irregularidades es increíble. Ninguno de los dos aviones tiene plan de vuelo; desde el primer momento, el Ejército se adueña de la situación y establece una línea roja alrededor de la primera nave; las autoridades aeroportuarias y la Policía Judicial no pueden acercarse al lugar; el Gobierno sólo es informado al cabo de seis días.
"Los militares dicen que el avión transporta medicinas para las Fuerzas Armadas y nosotros decimos que no", recuerda Lucinda Barbosa en su despacho de la dirección general de la PJ mientras muestra varias fotografías. En ellas se ve a soldados de uniforme descargando cajas del avión bajo la supervisión del comandante Papa Camará, jefe de la Fuerza Aérea. La directora de la PJ está convencida de que aquellas cajas contenían 515 kilos de cocaína que desaparecieron como si se tratara de humo.
"Si transportaba medicinas, ¿por qué impidieron el acceso de otras fuerzas?, ¿por qué no presentaron a la aduana la declaración de carga?, ¿por qué el Ministerio de Defensa no sabía nada?". Las preguntas de la directora de la Policía Judicial siguen sin respuesta, pero hay un dato que despeja cualquier duda. La DEA y el FBI informan a las autoridades guineanas que el piloto del avión sospechoso, Carmelo Vázquez Guerra, con pasaporte venezolano, había sido detenido en abril de 2006 en el aeropuerto mexicano de Ciudad del Carmen (Campeche) tras aterrizar a los mandos de un DC-9 con cinco toneladas y media de cocaína. En aquella ocasión acabó esfumándose. La fiscalía antidroga de México le acusa de pertenecer al cartel de Sinaloa, una de las dos principales bandas mafiosas que operan en aquel país. Llega a Bissau una orden internacional de captura contra el piloto, mientras policías de varias nacionalidades buscan la droga. "Trabajamos un fin de semana entero para conceder la extra
dición", explica Carmelita Pires, ministra de Justicia de la época. La droga no aparece y, lo que es peor, el lunes siguiente, el juez de instrucción, con la connivencia del ministerio público, decreta la libertad de todos los detenidos por falta de pruebas, tres latinoamericanos y un guineano.
Pedro Nfanda, abogado del piloto y del copiloto, alega problemas de incompetencia por no existir tratado bilateral de extradición entre Guinea-Bissau y México. Nfanda es conocido por haber defendido a varios acusados de narcotráfico. Su cliente más conocido es el contralmirante José Américo Bubo Na Tchuto, ex jefe de la Marina y refugiado en Gambia desde finales del año pasado por una intentona golpista. Son de dominio público los relatos sobre la vida alegre y de ostentación de Bubo, cuyo apodo aparece en todas las listas de la red local de traficantes de droga. En una entrevista en su despacho, el abogado Nfanda anu
ncia su intención de ser candidato a las elecciones presidenciales del 28 de junio. "Creo que puedo aportar algo distinto de la política de mi país", declara.
Han pasado 10 meses y los dos reactores abandonados en una pista del aeropuerto Osvaldo Vieira de Bissau son testigos mudos de la impunidad con que se mueve el crimen organizado en África Occidental. "No pondría la mano en el fuego por nadie, realm
ente por nadie", confiesa Lucinda Barbosa. "Los guineanos necesitamos ver una condena, aunque sólo sea una, para ejemplo de que el Estado funciona mínimamente", suplica la ex ministra Pires, que dirigió el Plan Nacional de Combate al Narcotráfico hasta su reciente dimisión. [En diciembre de 2005, la policía española desbarató una red de narcotraficantes colombianos que operaban desde Guinea Bissau con avionetas cargadas de droga. Una de ellas, pilotada por alemanes, fue interceptada en un aeródromo segoviano con 106 kilos de cocaína]. "No se ha hecho nada", admite Pires, compungida a la hora de dibujar un escenario de impunidad y complicidad al más alto nivel.
Los militares son parte del problema, dice más de una voz en Guinea-Bissau. Para tratar de acabar con el problema está desplegada la Misión de la Unión Europea para la Reforma del Sector de Seguridad, que dirige desde hace un año el general español Juan Esteban Verástegui, de 66 años. El objetivo es reducir drásticamente los 4.500 efectivos de un Ejército obsoleto, con tres veces más oficiales que soldados, la mayoría de los cuales ni aparece por los cuarteles, que se caen a pedazos, porque no hay nada que hacer. Como La Mura, sede de la zona militar del centro, que abarca Bissau y su región. A la entrada hay tres soldados entrados en años, sin armamento y con escasa disposición a la vigilancia. Uno de ellos está tumbado en el suelo, literalmente, sobre una estera. Es la hora de la siesta.
"Es un ejército de viejos y hay que jubilar a la mayoría", dice Franco Nulli, embajador de la Unión Europea. Unos 3.000 uniformados pasarán al retiro, según el plan previsto. Antes es preciso garantizar un fondo de pensiones alimentado por la comunidad internacional durante cuatro o cinco años mientras el Estado sanea sus finanzas. "Las comisiones existen y trabajan con apoyo internacional, pero los fondos llegan a cuentagotas, porque hay mucha desconfianza", reconoce Nulli. Mientras tanto, la cocaína sigue su trayecto a través de Guinea-Bissau, dejando como único rastro el aumento de la corrupción y de los pequeños consumidores de restos de droga que se pierden por el camino. Los beneficios del negocio quedan lejos.
"El mayor problema de las Fuerzas Armadas de Guinea-Bissau es que no están controladas, ni encuadradas, sin un mando claro. Es un reino de Taifas, donde manda cada comandante de zona. En una situación de descontrol florecen las iniciativas personales", explica el general Verástegui, cuya hoja de servicios combina misiones de paz en puntos calientes, como República Democrática del Congo, Guatemala, Bosnia-Herzegovina. "Es muy fácil corromper en Guinea-Bissau. La tentación de entrar en el negocio de la droga está en todos los sectores", dice el general, quien está convencido de que existe una ruta africana para el tráfico de droga -"los narcos ensayan diversas rutas"-, aunque prefiere no entrar en detalles sobre Guinea-Bissau. Prefiere describirla como una ruta alternativa de los grandes carteles de la droga. "Nunca ponen los huevos en la misma canasta". En su opinión, Guinea-Bissau es una nación vulnerable, que está en el centro de todas las acusaciones, pero las miradas deberían dirigirse también a otros países de la región. Sin ir muy lejos, a la vecina Guinea-Conakry, donde la junta militar que tomó el poder en diciembre pasado tras un golpe de Estado lleva a cabo una intensa campaña para limpiar la imagen corrupta de las instituciones. -
EL PAIS
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