En la soledad de su celda de la cárcel de Zuera (Zaragoza) Miguel Ricart, el único condenado por el asesinato de Miriam, Toñi y Desirée, comenzaba a saborear la inminencia relativa de su salida de prisión, prevista para 2011. Para esa fecha habría pasado entre rejas 18 años, casi la mitad de su vida, pues entonces tendrá 40. Sin embargo, lo más probable es que ahora la Audiencia de Valencia rectifique su criterio de 2006 y le aplique la «doctrina Parot». En ese caso, su horizonte de libertad se retrasaría hasta 2023, cuando lleve 30 entre rejas, el máximo de cumplimiento. Le esperarían, pues, 15 años más encarcelado, exactamente el mismo tiempo que lleva cumplido. Si esa decisión de la Audiencia finalmente se produce es fácil imaginar el impacto emocional que recibirá el recluso. Y lo más probable es que vuelva a aplicársele el programa de prevención de suicidios, con la asignación de un preso de apoyo.
Ese es su futuro previsible, pero ya hoy Miguel Ricart, nacido en Catarroja (Valencia), tiene detrás un amplio historial penitenciario. Su primer contacto con una cárcel se remonta a 1992, cuando fue condenado a dos años y cinco meses por tráfico de drogas. Pronto quedó de nuevo en libertad y el 13 de noviembre de ese mismo año, junto a su amigo Antonio Anglés, secuestró, torturó, violó y asesinó a las niñas de Alcácer. Su detención se produjo en enero del siguiente año, pocas horas después de que se encontraran los cadáveres de las víctimas en el paraje La Romana de Tous. Desde ese día nunca ha vuelto a tener un minuto de libertad.
El 31 de enero y el 2 de marzo de 1993, poco después de su detención, Ricart admitió ante los forenses de los juzgados de Alcira Francisco Ros Plaza y Manuel Fonollosa González su implicación en los siniestros crímenes: «Refiere que estuvo implicado y que era en todo momento consciente de lo que ocurría -dice el informe de los peritos-. Conservó en todo momento una correcta percepción del conjunto de circunstancias en relación con lo sucedido (...) Hace mención a que su voluntad se encontraba fuertemente condicionada por el temor. Antonio Anglés le impedía con sus amenazas actuar de otro modo (...) Explica que se encontró arrastrado por una corriente «en la que te dejas llevar y no sabes realmente cómo salir» (...) Llama la atención el mínimo impacto afectivo que la representación mental de estas cuestiones (que las víctimas hubieran sido su madre, su hermana o su hija) suponían en él».
Tras una breve estancia en la cárcel de Valencia, Ricart fue trasladado a la de Castellón. En ambos centros estuvo en aislamiento para protegerle del resto de los presos, que querían hacerle una demostración «en vivo y en directo» de lo que es la ley de la cárcel. Los informes psicológicos de aquella época describen al criminal como una persona muy marcada por la temprana muerte de su madre y el alcoholismo de su padre, que le llevaba a protagonizar episodios de malos tratos. Se marchó de su casa a los 18 años. El interno es descrito como una persona un tanto inmadura, con un desarrollo intelectual inferior al de su edad, influenciable y extrovertido. Además, necesita sentirse arropado por un grupo. Y en aquella época se reconocía como consumidor esporádico de hachís, heroína y fármacos.
A principios de 1994, con la investigación de los crímenes de Alcácer más avanzada, Ricart fue trasladado a la prisión de Herrera de La Mancha, donde ha pasado buena parte de la condena. En ese centro el interno fue a la escuela para intentar sacarse el graduado escolar y realizó algunos trabajos para el módulo, como pintarlo.
En abril de 1997 fue trasladado de nuevo a Valencia para que asistiera al juicio por los atroces crímenes. Ricart fue ingresado en un módulo en el que sólo estaba ocupada otra celda además de la suya. A pesar de la soledad, se llegó a temer que llegaran a las manos. En octubre de ese mismo año se le dio de baja en el programa de prevención de suicidios en el que había estado incluido prácticamente desde los primeros meses de reclusión.
Ya en 1999, de vuelta en Herrera de La Mancha, el Tribunal Supremo confirmó la sentencia de Ricart. Hasta ese momento el recluso había tenido como preventivo un régimen similar al primer grado, que a partir de entonces se confirmó. Por aquella época el preso continuó asistiendo a la escuela y se mostraba colaborador, una circunstancia habitual cuando individuos de su perfil delictivo ingresan en prisión. No obstante, tenía una cierta tendencia a la fabulación e insistía en que nada tenía que ver con los hechos por los que había sido condenado, al contrario de lo que manifestó en su primera entrevista con los forenses del juzgado de Alcira. Sí admitía, en cambio, haber protagonizado algún delito menor. Todos aquellos que por entonces trataron con él destacan su afán de colaboración, probablemente también determinado por su imposibilidad de relacionarse con otros reclusos, al ser rechazado por ese colectivo -una constante de su vida carcelaria-, que incluso llegó a amenazarle.
Ya en 2000, Miguel Ricart fue trasladado a la cárcel de Teixeiro (La Coruña), donde progresó de grado a raíz de un recurso que presentó ante el juez de Vigilancia Penitenciaria. Sin embargo, en 2003 el recluso fue de nuevo calificado en primer grado coincidiendo con su vuelta a Herrera de La Mancha.
Ricart no cesó en su empeño, volvió a recurrir y el juez de Vigilancia Penitenciaria le concedió de nuevo el segundo grado. La Fiscalía se opuso y la Audiencia de Valencia le dio la razón. Por aquella época (noviembre de 2003), y al volver a estar en el foco de la opinión pública Ricart sufrió un incidente en un patio, donde recibió insultos y amenazas de otros internos, lo que obligó a aplicarle el artículo 75 del Régimen Penitenciario que restringía sus movimientos para que no coincidiera con otros presos y garantizar así su seguridad.
Por tercera vez, en 2005 volvió a pedir su progresión de grado, que le volvió a ser concendida por el juez pero sólo en lo relativo a su régimen de vida carcelaria, ya que prohibió expresamente que disfrutara de permisos.
Desde hace dos años Ricart es interno de Zuera. Ahora nadie le reconoce -su aspecto físico ha cambiado-, tiene un comportamiento correcto y no ha tenido problema alguno de convivencia. Trabaja como auxiliar en un taller -es un destino no remunerado-, no ha recibido ni una sola visita y ni siquiera tiene abogado. Su futuro no es precisamente esperanzador. Pero todo arranca de un 13 de noviembre de 1992 cuando arrancó la vida a Miriam, Toñi y Desirée.
Paco Muñoz (ABC)