La actriz Sharon Tate fue asesinada, junto a otras cuatro personas, por el clan “la familia” Manson cuando le faltaban apenas unas semanas para dar a luz
El azar tiene algo de macabro. Pensar, por ejemplo, que la actriz Sharon Tate pudo sobrevivir al asedio de unos hippies si estos se hubiesen informado mejor, solo certifica lo caprichoso que es el destino. Y sus imprevistos.
Hollywood todavía recuerda aquel 9 de agosto de 1969. Hace casi cincuenta años, cinco cadáveres aparecieron en el 10.050 de Cielo Drive. Tate, esposa de Roman Polanski y embarazada de ocho meses y medio; su exnovio, el peluquero Jay Sebring; el actor Wojtek Frykowski; su novia, la rica heredera Abigail Folger, y el joven Steven Parent fueron asesinados por la «familia» de Charles Manson.
Tanto los investigadores como Polanski creen que la sangrienta matanza tenía como objetivo a Terry Melcher y su novia, la actriz Candice Bergen, antiguos dueños de la casa en la que vivían Polanski y su mujer, por negarse a grabar un disco «con las mediocres composiciones» de Manson, tal y como explica el cineasta polaco en sus memorias.
El probable error, sin embargo, no evitó la masacre. A Tate, que suplicaba por la vida de su hijo, le propinaron dieciséis puñaladas, de las cuales cinco hubiesen sido mortales por sí solas, como evidencia el informe forense. «Sharon parecía un maniquí, pedía y suplicaba y suplicaba y pedía, y me harté de oírla, así que la apuñalé», llegó a declarar ante el juez, sin remordimiento alguno, Susan Atkins, la encargada de acabar con la vida de la actriz.
Otra banal casualidad fue el rodaje de «El día del delfín» en Londres, que motivó los continuos retrasos en la vuelta de Polanski a Los Ángeles. Abrumado por la culpa, confiesa en su autobiografía, que ahora reedita Malpaso: «Aún sigo pensando que, si hubiera estado allí cuando el grupo integrado por tres mujeres y un hombre escaló la valla e irrumpió en la vivienda, Frykowski y yo hubiéramos podido enfrentarnos a ellos y echarles de allí entre los dos. Las múltiples heridas de Frykowski demostraban que había ofrecido una fuerte resistencia».
El miedo de la industria del cine ante el trágico suceso contribuyó a la difusión de todo tipo de infamias en las que, a falta de víctimas -tardaron unos tres meses en dar con los responsables del macabro asesinato-, se culpó a los muertos. Una serie de publicaciones, cada cual más morbosa, contribuyó a ello. Responsabilizaban a los difuntos de tentar al destino con sus alocadas fiestas, su coqueteo con la magia negra y su sumisión al sexo salvaje y a las drogas.
Pero en realidad todo era una excusa: Hollywood, acostumbrado a lidiar con toda clase de tramas en sus películas, se vio superado por los hechos ocurridos fuera de la pantalla y temía que se confirmase que un asesino, o varios, andaban sueltos por Los Ángeles.
Aquel 9 de agosto, Winny Chapman, la mujer de la limpieza de la casa, dio la voz de alarma tras descubrir los cuerpos a las ocho de la mañana. La policía ya había precintado el recinto cuando Sandy Tennant, que hablaba a diario con Sharon Tate, advirtió a su marido Bill de que algo extraño sucedía.
Él se acercó a Cielo Drive e identificó los cadáveres de Tate, Wojtek, Jay y Gibby. Más tarde, Bill «se mareó y vomitó sobre la valla del jardín», cuenta Roman Polanski, que reproduce la conversación en la que se enteró de la noticia.
—Ha ocurrido un desastre en la casa— dijo Bill.
—¿En qué casa?— preguntó Polanski desde Londres.
—En la tuya —contestó Bill— Sharon ha muerto. Wojtek ha muerto, y también Gibby y Jay. Todos han muerto.
—No, no, no —repitió el director polaco, incapaz de asimilar la noticia— ¿Qué ha ocurrido?
—Roman, los han asesinado— acertó a decir su amigo.
Sedado durante días por un médico de la Paramount, Polanski navegó a la deriva. Estaba perdido, sin ser del todo consciente de lo que había ocurrido. «Experimentaba constantemente la sensación de que Sharon no había muerto, de que todo era una pesadilla y de que, de repente, ella iba a aparecer», escribe el cineasta en sus memorias.
Atenazado por el terror del asesinato múltiple, Hollywood bajó a la tierra y se percató de que su condición de estrellas no los hacía menos vulnerables. A pesar del miedo latente, todos los astros asistieron al funeral. O casi. «El único ausente fue Steve McQueen, uno de los amigos más antiguos de Sharon. Jamás se lo perdonaré», reconoce Polanski, que admite su confusión en la homilía, incapaz de recordar otra cosa durante la ceremonia que la cicatriz que su esposa tenía en la rodilla izquierda. Una cicatriz que nunca volvería a ver.
Hollywood, «comunidad malintecionada»
Tan pronto como se descubrieron los asesinatos, los medios de comunicación echaron mano de los chismorreos que circulaban por Hollywood y empezaron a hacer toda una serie de alusiones a orgías, consumo de drogas y magia negra. Hollywood, que no es solo la comunidad más malintencionada del mundo, sino también la más insegura, deseaba buscar una explicación que echara toda la culpa a las víctimas, reduciendo de este modo la amenaza que pesaba sobre la sociedad en su conjunto», cuenta el director de «El pianista», que no duda en relatar la sarta de mentiras que se difundieron los días posteriores.
«Newsweek» aseguró que un capuchón cubría la cabeza de Siebring, atado con una cuerda a Tate. La revista «Time», siguiendo la corriente, emulaba el tono de la anterior publicación y se atrevía a establecer paralelismos entre la filmografía del director y los asesinatos: «Era una escena tan terrorífica como las que aparecen en las incursiones cinematográficas de Polanski por los oscuros y melancólicos rincones del alma humana».
Además de repetir el detalle del capuchón, añadía otros más escabrosos: «Siebring llevaba los restos de unos desgarrados calzones de boxeo. A la señorita Tate le cortaron un seno (...) había un corte en forma de X sobre su estómago (...) Siebring sufrió mutilaciones genitales y en su cuerpo se observaban también varios cortes en forma de X».
Dieciséis años después de los asesinatos, Polanski desmintió todos esos rumores que circularon tras la tragedia, detallando que ni hubo capuchón ni mutilaciones, tan solo un crimen ya bastante siniestro de por sí y la palabra «cerdo» escrita con sangre en la puerta de la vivienda. «Siebring iba completamente vestido cuando le mataron. No le mutilaron sexualmente y no llevaba ningún capuchón en la cabeza, sino simplemente el lienzo con que uno de los policías le cubrió las espantosas heridas del rostro. Sharon tampoco estaba desnuda y no le cortaron ningún pecho. Y, finalmente, aunque no en orden de importancia, los asesinatos no guardaban ninguna relación con la droga».
«Sexo, droga, ritos arcanos… eso era lo que los medios de comunicación pensaban que quería el público, y eso es lo que le dieron. La verdad, según las declaraciones de una de las asesinas ante el gran jurado, fue menos llamativa», escribe el ganador de un Oscar.
La verdad
Pero la verdad tardó en saberse. Tras una intensa investigación en la que los policías ponían al corriente al director y a su suegro y después de llegar a sospechar incluso de Bruce Lee, amigo de Tate, por haber perdido sus gafas (en la escena del crimen se encontró una montura, de ahí la obsesión de Polanski), otra casualidad terminó arrojando luz sobre el misterio.
El 2 de noviembre, una conversación entre Atkins y otra reclusa se convirtió en la primera pista auténtica. Henchida de orgullo, la seguidora de Charles Manson fardó de los asesinatos. Motivada por la recompensa de 25.000 dólares ofrecida tiempo atrás por un desesperado Polanski, la presa corrió el riesgo de contarlo y se repartió el dinero con un chico que encontró una de las armas asesinas, un revólver, cerca de Benedict Canyon.
«En cuanto supe la verdad acerca de los asesinatos, mi obsesión desapareció», revela el cineasta.
LUCÍA M. CABANELAS
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