Por un buen rato, los residentes de la colonia de Manitoba, Bolivia,
pensaban que algunos demonios estaban violando a las mujeres del pueblo.
No había otra explicación. No hay forma de explicar cómo una mujer
podía despertar con sábanas cubiertas de sangre y semen, y no recordar
nada de la noche anterior. No hay forma de explicar cómo una chica se
fue a dormir vestida, y despertó desnuda y cubierta de huellas sucias
por todo el cuerpo. No hay forma de entender cómo otra podría soñar con
un hombre arremetiendo contra ella en un campo y luego despertar a la
mañana siguiente con hierba en el pelo.
Para Sara Guenter el misterio fue la cuerda. Ella a veces despertaba
en su cama con pequeños pedazos de cuerda atados a las muñecas o los
tobillos, con la piel herida y amoratada. A principios de este año, en
la colonia de Manitoba Bolivia, visité a Sara en su casa de puro cemento
pintado en forma de ladrillos. Los menonitas son similares a los amish
en su rechazo de la modernidad y la tecnología, y la colonia de Manitoba
como todas las comunidades menonitas ultraconservadoras, es un intento
colectivo de retirarse lo más lejos posible del mundo no creyente. Una
brisa ligera de soya y sorgo se desprendió de los campos cercanos
mientras Sara me contaba que además de la cuerda misteriosa, esas mañanas también despertaba con sábanas manchadas, intensos dolores de cabeza y un letargo paralizante.
Sus dos hijas, de 17 y 18 años de edad, se recargaron en silencio
en la pared detrás de ella y me miraron con feroces miradas con sus
ojos azules. El mal ha penetrado en el hogar, dijo Sara. Hace cinco años, sus hijas también comenzaron a despertar con sábanas sucias y quejas de dolor “allá abajo”.
La familia intentó cerrar la puerta; algunas noches Sara hacía todo lo posible para mantenerse despierta. En algunas ocasiones,
un trabajador boliviano de confianza de la ciudad vecina de Santa Cruz
pasaba la noche haciendo guardia. Pero, inevitablemente, cuando su casa
de un piso —lejana y aislada de la carretera— no se vigilaba, las
violaciones continuaban. Los habitantes de Manitoba no tienen
electricidad, por lo que en la noche la comunidad está sumergida en la
oscuridad total. “Pasó tantas veces que he perdido la cuenta”, dijo Sara
en su natal alemán bajo, el único idioma que ella habla, al igual que
la mayoría de las mujeres en la comunidad.
En un principio, la familia no sabía que no era la única atacada, por lo que lo mantuvo en secreto. Luego Sara empezó a decirle a sus hermanas. Cuando se corrió la voz “nadie le creyó”, dijo Peter Fehr, vecino de Sara en el momento de los incidentes. “Pensamos que estaba inventado la historia para ocultar
un amorío”. Las peticiones de ayuda de la familia al consejo de
ministros de la iglesia —el grupo de hombres que gobiernan la colonia de
2,500 miembros— fueron ineficaces, incluso mientras los sucesos se
multiplicaban. Por toda la comunidad, la gente estaba despertando con
las mismas señales: piyamas rotas, sangre y semen en la cama, golpes en
la cabeza. Algunas mujeres recordaban breves momentos de terror: por un
instante despertaban con un hombre u hombres sobre ellas, pero no podían convocar la fuerza para gritar o luchar. Y luego, se desvanece la memoria.
Algunas niñas en su escuela en la colonia de Manitoba, Bolivia.
Algunos lo llamaron “imaginación femenina salvaje”. Otros dijeron
que era una plaga de Dios. “Sólo sabíamos que algo extraño pasaba por
las noches”, dijo Abraham Wall Enns, quien entonces fungía como líder
cívico de Manitoba. “Pero no sabíamos quién lo estaba haciendo, así que ¿qué podíamos hacer?”
Nadie sabía qué hacer, y entonces nadie hizo nada en absoluto. Después
de eso, Sara se resignó a aceptar esas noches como un hecho terrible de
la vida. En las mañanas siguientes, su familia se despertaba a pesar
del dolor de cabeza, a tender las camas y seguir con sus vidas.
Entonces, una noche en junio de 2009, dos hombres fueron atrapados
tratando de entrar a la casa de un vecino. Los dos delataron a otros
amigos y todo se derrumbó; un grupo de nueve hombres de Manitoba, de
entre 19 y 43 años, finalmente confesó que había estado violando a familias de la colonia desde 2005. Para incapacitar a sus víctimas y a posibles testigos, los hombres usaban un spray creado por un veterinario de una comunidad menonita vecina, que lo había adaptado de una sustancia química utilizada
para anestesiar vacas. Según sus confesiones iniciales (de las que más
tarde se retractaron), los violadores atacaban a veces en grupos y a
veces solos. Por la noche se escondían fuera de las ventanas de la habitación, rociando la sustancia a través de pequeñas rendijas para así dormir a la familia entera y luego entrar.
Pero no fue sino hasta el juicio, casi dos años después, en 2011, que
la historia completa de los crímenes salió a la luz. Las transcripciones
se leen como un guión de película de terror. Había víctimas de entre
tres y 65 años de edad (la más joven tenía el himen roto por penetración
de dedos). Eran casadas, solteras, locales, turistas, enfermas
mentales... A pesar de que nunca se ha discutido el tema y no fue parte
del proceso judicial, los residentes me dijeron en privado que también
fueron violados niños y hombres.
En agosto de 2011, el veterinario que había suministrado el
spray anestésico fue condenado a 12 años de prisión, y los violadores
fueron sentenciados a 25 años (en Bolivia, la pena máxima son treinta
años). Oficialmente, hubo 130 víctimas, al
menos una persona por hogar en más de la mitad de los hogares de
la colonia de Manitoba. Pero no todas las mujeres violadas fueron
incluidas en el proceso judicial, y se cree que el número real de
víctimas es mucho, mucho mayor.
A las mujeres que fueron atacadas no se les ofreció terapia ni asistencia. Hubo pocos intentos de profundizar en los hechos más allá de las confesiones. Y luego de que agarraron a los culpables, nunca se habló de esto públicamente. Más bien, un silencio descendió tras el veredicto de culpabilidad.
“Eso quedó atrás”, me dijo en mi reciente viaje a Manitoba el entonces
líder cívico Wall. “Preferimos olvidar que tenerlo presente en nuestras
mentes”. Aparte de las interacciones con los ocasionales periodistas
visitantes nadie habla de más.
Pero en el transcurso de una investigación de nueve meses, incluyendo una estancia de 11 días en Manitoba, descubrí que los
crímenes están lejos de terminar. Además del persistente trauma
psicológico, hay evidencia de abuso sexual extenso y en marcha,
incluyendo acoso desenfrenado e incesto. También hay evidencia de que, a pesar de que los agresores iniciales están en la cárcel, las violaciones con spray siguen sucediendo.
Resulta que los demonios todavía están por ahí.
Niños menonitas juegan futbol en la colonia de Manitoba, Bolivia.
A primera vista, la vida de los residentes de Manitoba parece una
existencia idílica, envidiable por estar fuera del mapa: las familias
viven de la tierra, los paneles solares dan luz a las viviendas, los
molinos de viento alimentan de energía a pozos de agua potable... Cuando
una familia sufre una muerte, el resto de la colonia se turna para
cocinarle. Las familias más ricas subsidian el mantenimiento de escuelas
y sueldos de los maestros. Las mañanas comienzan con pan casero,
mermelada y leche aún caliente de las vacas. Al atardecer, los niños
juegan en el patio mientras sus padres se mecen en sillas viendo la
puesta de sol.
No todos los menonitas viven en mundos protegidos. Hay 1.7 millones de ellos en 83 países, incluido México. Sus relaciones con el mundo moderno varían considerablemente de una comunidad a otra. Algunos evitan la modernidad por completo, mientras que otros viven en mundos aislados, pero permiten automóviles, televisores, teléfonos celulares y ropa variada. Muchos viven fuera de sus colonias y son prácticamente indistinguibles del resto de la sociedad.
La religión se formó como un derivado de la Reforma Protestante en Europa durante la segunda década del siglo XVI, por un sacerdote católico llamado Menno Simons. Líderes de la iglesia
arremetieron contra Simons por el fomento de bautismo de adultos, el
pacifismo y su creencia de que sólo llevando una vida sencilla se podría
llegar al cielo. Amenazados por la nueva doctrina, las iglesias protestantes y católicas empezaron la persecución de los seguidores por toda Europa Central y Occidental. La
mayoría de los menonitas —como los seguidores de Simons llegaron a ser
nombrados— se negaron a pelear por su voto de no violencia, por lo que
huyeron a Rusia, donde se les dieron tierras para vivir sin ser
molestados por el resto de la sociedad.
Los colonos viejos emigraron a Paraguay y México, donde había amplias tierras de cultivo, poca tecnología y más importante aún: las promesas de los respectivos gobiernos les permitía vivir a su antojo. Pero en la década de 1960, cuando México presentó su propia reforma educativa que amenazaba con limitar la autonomía menonita, comenzó otra migración. Las colonias de los colonos viejos brotaron en las zonas más remotas de América Latina, con una fuerte concentración en Bolivia y Belice.
Hoy en día, hay cerca de 350 mil colonos viejos en todo el mundo, y
Bolivia es el hogar de más de 60 mil de ellos. La colonia de Manitoba,
que se formó en 1991, parece una reliquia del viejo mundo: un lugar de
gente pálida de ojos azules, un orden en medio del país más pobre de
Sudamérica. La colonia es económicamente próspera con la suprema ética
laboral de sus trabajadores, sus campos fértiles y la producción
cooperativa de leche.
Como todos los colonos viejos desean, Manitoba se ha dejado a su suerte. Con excepción del asesinato, el gobierno boliviano no obliga a los líderes comunitarios a informar de cualquier delito. La policía no tiene prácticamente ninguna jurisdicción en el interior de la comunidad, ni las autoridades estatales o municipales. Los colonos mantienen la ley y el orden a través de un gobierno de facto de nueve ministros y un obispo gobernante, quienes son elegidos de por vida. Salvo por la identificación oficial que el gobierno boliviano exige a todos los habitantes, Manitoba funciona casi como una nación soberana.
Cubrí el juicio de violación de Manitoba en 2011 para Time.
Impactada desde mis primeras visitas a la colonia, lo que quería saber
era qué había sido de las víctimas. También me preguntaba si las
atrocidades perpetradas contra los residentes eran una anomalía, o si
eso había expuesto grietas profundas en la comunidad. ¿Es posible que el
mundo de aislamiento de los colonos viejos, en vez de fomentar
coexistencia pacífica encadenados por las trampas de la sociedad moderna
haya fomentando su propia desaparición? Me vi obligada a volver y
averiguar.
Llegué un viernes de enero, una noche iluminada por la luna. Fui
recibida por las cálidas sonrisas de Abraham y Margarita Wall Enns que
estaban de pie en el porche de su pequeña casa, alejados del camino por
una brecha bien cuidada y arbolada. Aunque solitarios, los colonos viejos son amables con desconocidos que no amenazan su modo de vida, y así es como llegué allí: conocí a Abraham —pecoso, de casi dos metros de altura— líder en
la comunidad en 2011, y dijo que podía quedarme con él y su familia si
alguna vez regresaba. Ahora estaba aquí, con la esperanza de ver la vida
de los colonos viejos de cerca al entrevistar a los residentes sobre
las violaciones y sus consecuencias.
La casa estaba impecable. Margarita me enseñó mi
dormitorio, al lado de las otras dos habitaciones en las que sus nueve
hijos ya estaban durmiendo. “Habíamos instalado esto por seguridad”, dijo
ella, agarrando una puerta de acero de tres pulgadas de espesor en la
parte inferior de las escaleras. Aparentemente había habido algunos
robos (atribuidos a bolivianos) recientemente. “Duerme bien”, me dijo
antes de atrancar la puerta que a mí y a su familia nos separaba del
resto del mundo.
A la mañana siguiente, me levanté antes del amanecer con el resto de la
familia. En un día cualquiera, las dos hijas mayores —Liz, de 22, y
Gertrude, de 18— pasaban la mayor parte de su tiempo lavando platos y
ropa, preparando la comida, ordeñando las vacas y limpiando la casa.
Hice mi mejor esfuerzo para no interferir mientras ayudaba con las
tareas. Para la hora del almuerzo, yo estaba cansadísima.
El quehacer doméstico está fuera del dominio de Abraham y los seis niños Wall, es posible que durante su vida nunca limpiaran sus
propios platos. Trabajan en el campo, pero ya que no era temporada de
siembra, los más grandes ensamblan autopartes —que su padre importa
desde China— para un tractor, mientras que los dos más jóvenes trepaban a
los postes del granero y jugaban con loros. Abraham le permite a los
niños jugar con una pelota de futbol y en ocasiones practicar español al
leer el periódico que cada semana llega de Santa Cruz. Sin embargo,
ninguna otra actividad organizada es permitida: ni el deporte en equipo,
danza o música, ya que podría poner en peligro su salvación eterna y
está estrictamente prohibido.
Los Walls me dijeron que por suerte nadie dentro de su familia fue
víctima de los violadores, pero al igual que todos los demás en la
comunidad sabían de ellos. Un día, Liz aceptó acompañarme a mis
entrevistas con las víctimas en la comunidad. Es una joven curiosa y
lista que aprendió español de la cocinera boliviana de la familia;
estaba feliz de tener una excusa para salir de la casa y socializar.
Salimos en una carreta tirada por caballos a lo largo de terracerías.
Durante el viaje, Liz me habló de sus recuerdos durante la época del
escándalo. Según ella, los agresores nunca entraron a su casa. Cuando le
pregunté si estuvo asustada, dijo que no. “Yo no lo creía”, me dijo.
“Así que sólo me asusté una vez que confesaron. Eso lo convirtió en
real”.
Cuando le pregunté a Liz si pensaba que las violaciones podrían haber sido detenidas antes si estas mujeres hubieran sido
tomadas en serio, ella frunció las cejas. ¿Qué la colonia no había dado
la libertad a violadores de atacar durante cuatro años, en parte,
porque la gente había culpado a los crímenes de la “imaginación femenina
salvaje”? Ella no respondió, pero parecía perdida en sus pensamientos
mientras nos conducía a lo largo de la brecha.
Nos detuvimos en el patio empedrado de una casa grande, y yo entré para una entrevista, mientras que Liz esperaba afuera en la carreta. En una sala oscura, hablé con Helena Martens, mujer de mediana edad y madre de 11 hijos, y su marido. Ella se sentó en un sofá y mantuvo las cortinas de la ventana cerradas mientras hablábamos de lo que le había ocurrido hace casi cinco años.
Abraham Wall Enns (centro) con su familia. Abraham fue el líder
cívico de la colonia de Manitoba, Bolivia, durante la época de las
violaciones.
En algún momento de 2008, Helena me dijo que había oído un silbido
mientras se acomodaba en la cama. También notó un olor extraño, pero
después de que su marido se aseguró de que el gas en la cocina no estaba abierto, se quedaron dormidos. Ella
recuerda vívidamente despertar a la mitad de la noche con “un hombre
encima de mí y otras personas en la habitación, pero no podía levantar
los brazos en defensa”. Rápidamente volvió a caer en un sueño profundo y
a la mañana siguiente le dolía la cabeza y las sábanas estaban sucias.
Los violadores la atacaron varias veces más en los próximos años. Helena sufrió de varias complicaciones médicas durante este período, incluyendo una operación relacionada con su útero. (El sexo y la salud reproductiva es un tabú para los menonitas conservadores, a la mayoría de las mujeres nunca se les enseña los nombres
correctos de las partes íntimas del cuerpo, que inhiben ciertas
descripciones de lo que ocurrió durante los ataques y sus consecuencias). Una mañana se despertó con tanto dolor que “yo pensé que iba a morir”, dijo.
A Helena, como las otras víctimas de violación en Manitoba, nunca
se le ofreció la oportunidad de hablar con un terapeuta profesional,
pero lo hubiera hecho si hubiera tenido la posibilidad de hacerlo. “¿Por
qué necesitan de ayuda profesional si ni siquiera estaban despiertas
cuando sucedió?”, dijo el obispo de Manitoba, Johan Neurdorf —la máxima autoridad de la comunidad— a un visitante en 2009, después de que los agresores fueron capturados.
Otras víctimas que entrevisté, las que despertaron en las violaciones, así como aquellas que no tienen memoria de la noche, dijeron que también les hubiera gustado hablar con un terapeuta
acerca de sus experiencias, pero que hacerlo sería casi imposible
porque no hay expertos en recuperación de trauma sexual que hablen
alemán bajo en Bolivia.
Ninguna de las mujeres con las que hablé sabían que el resto del mundo
menonita, los grupos más progresistas en Canadá y Estados Unidos,
ofrecieron enviar asesores que eran hablantes de alemán bajo a Manitoba.
Por supuesto, esto significa que ellas no tenían idea de que los
hombres de la colonia habían rechazado esas ofertas. Después de siglos de tensión con grupos menos tradicionales, el liderazgo de los colonos viejos negaba cualquier contacto directo con miembros de otros grupos. Ellos vieron la oferta de apoyo psicológico como un intento disfrazado para fomentar el abandono de sus viejas costumbres.
El rechazo del liderazgo probablemente tenía otras razones subyacentes, también, como no queriendo que el trauma emocional de estas mujeres llamara demasiado la atención hacia la
comunidad. Ya me habían dicho que el papel de una mujer en una vieja
colonia es obedecer y someterse a la orden de su marido. Un ministro
local me explicó que las niñas dejan de ir a la escuela un año antes que
los niños porque las mujeres no tienen necesidad de aprender matemáticas o contabilidad, que se imparte durante el plazo adicional sólo para chicos. Las mujeres no pueden ser ministros ni votar para elegirlos. Tampoco pueden representarse legalmente a sí mismas, como el caso de violación hace dolorosamente evidente. Incluso los demandantes en el juicio eran cinco hombres —un selecto grupo de maridos o padres de las víctimas— en vez de las propias mujeres.
Pero si bien es tentador aceptar los contrastes de los roles de género en Manitoba, mi visita también reveló temas grises. Vi a hombres y mujeres compartir la toma de decisiones en sus hogares. En las reuniones familiares de los domingos, la cocina —siempre reservada a las mujeres— se sentía llena de grandes personalidades y carcajadas, mientras que los hombres se sentaban solemnemente afuera hablando de la sequía. Y pasé largas
tardes con mujeres jóvenes confiadas y comprometidas como Liz y sus
amigas, quienes, al igual que sus compañeras en cualquier lugar, se ven
entre sí cuando pueden para hablar y soltar las cosas molestas que hacen sus padres y recibir actualizaciones de quién le rompió el corazón a quién la semana pasada.
Cuando de las violaciones se trataba, esos momentos de unión femenina y esa vida de rutina segregada ofrecían consuelo. Algunas
víctimas me dijeron que se apoyaban en sus hermanas o primas,
especialmente al tratar de adaptarse a la vida normal tras el juicio.
Las menores de 18 años nombradas en la demanda recibieron
evaluación psicológica, como exige la ley boliviana en estos casos, y
los documentos de la corte señalan que cada una de estas chicas
mostraron signos de estrés postraumático y se les recomendó asistencia
psicológica a largo plazo, pero desde sus evaluaciones no han recibido
ninguna forma de terapia. A diferencia de las mujeres adultas que
encontraban al menos un poco de consuelo con sus hermanas o primas,
muchas jóvenes no tuvieron la oportunidad de hablar con alguien acerca de sus experiencias después de las evaluaciones impuestas por las autoridades.
Ocho hombres menonitas cumplen condenas en la cárcel por las
violaciones de más de 130 mujeres en la colonia de Manitoba. Uno de los
presuntos violadores escapó y ahora vive en Paraguay.
En la sala de Helena, ella me dijo que también su hija fue violada,
pero ellas nunca han hablado de ello, y la niña, ahora de 18 años, ni
siquiera sabe que su madre también es una sobreviviente de violación. Entre los colonos viejos, las violaciones avergüenzan
a la víctima, las sobrevivientes están marcadas, y en la comunidad los
otros padres de las víctimas más jóvenes me dijeron que todo estaba
mejor si queda en silencio.
“Era demasiado joven” para hablar de ello, me dijo el padre de la otra
víctima, que tenía 11 años cuando ella fue violada. Él y su esposa nunca
le explicaron a la niña por qué se despertó con dolor una mañana, sangrando tanto que tuvo que ser llevada al hospital. Posteriormente fue llevada a consultas médicas con personal
médico que no hablaban su lengua y nunca se le dijo que había sido
violada. “Era mejor que ella no supiera”, dijo su padre.
Todas las víctimas que entrevisté dijeron que las violaciones cruzaron
su mente casi a diario. Además de confiar en las amigas, enfrentaron el
hecho con fe. Helena, por ejemplo, aunque sus brazos cruzados y angustia
parecían desmentirla, me dijo que había encontrado la paz e insistió:
“Yo he perdonado a los hombres que me violaron”.
Ella no estaba sola. He oído lo mismo de las víctimas, padres, hermanas
y hermanos. Algunos incluso dijeron que si los violadores condenados
sólo hubieran admitido sus delitos, como lo hicieron inicialmente, y
hubieran pedido la penitencia de Dios, la colonia hubiera solicitado al
juez descartar sus condenas.
Me quedé perpleja. ¿Cómo puede haber aceptación unánime de tan escandalosos y premeditados crímenes?
No fue hasta que hablé con el ministro Juan Fehr, quien se viste como todos los ministros de la comunidad: completamente de negro con botas negras, que entendí. “Dios elige a su pueblo con pruebas de fuego”, me dijo. “Para ir al cielo tienes que perdonar a los que te han hecho daño”. El ministro dijo que confía en que la mayoría de las víctimas llegaron al perdón. Pero si una mujer no quería perdonar, dijo, ella habría recibido la visita del
obispo Neurdorf, la máxima autoridad de Manitoba, y “él simplemente
habría explicado que si ella no perdona, entonces Dios no la perdona a
ella”.
Líderes de Manitoba también alentaban a los residentes a perdonar el
incesto. Es una lección que aprendió Agnes Klassen de una manera
dolorosa. En un caluroso martes, me reuní con la madre de dos hijas
afuera de su casa en una carretera en el este de Bolivia, a unos 64
kilómetros de su antiguo hogar en la colonia de Manitoba, el cual dejó
en 2009. Llevaba el pelo recogido en una cola de caballo y llevaba
pantalón de mezclilla y una polera.
Yo no estaba allí para hablar con ella acerca de las violaciones, pero una vez dentro de su casa, el tema inevitable ocurrió. “Una mañana
me desperté con dolor de cabeza y había suciedad en nuestra cama”,
dijo, refiriéndose a cuando vivía en Manitoba, como recordando algo que
se le había olvidado de una lista de compras. Ella nunca había pensado
mucho en esa mañana y ya no se incluyó en la demanda porque no veía ninguna razón para presentarse después de que se atrapó a los agresores.
Un líder comunitario en Manitoba, Bolivia.
En su lugar, yo había llegado a hablar con Agnes de otras partes dolorosas de su pasado —es decir, el incesto— cuyos orígenes
no están aún claros. “Todo se mezclaba”, dijo sobre sus recuerdos de
infancia, que incluyen ser acosada por varios de sus ocho hermanos mayores. “No sé cuándo empezó [el incesto]”.
Una de 15 hijos que crecieron en la colonia vieja de Riva Palacios
(su familia se trasladó a Manitoba cuando tenía ocho años), Agnes dijo
que el abuso sucedía en el granero, en el campo, o en el dormitorio
compartido con los hermanos. No fue sino hasta los diez años que supo
que ese comportamiento era inapropiado, cuando su padre le dio una
paliza severa después de que encontró a uno de sus hermanos acaricándola. “Mi madre no podía encontrar las palabras para decirme que estaba siendo dañada y que no fue mi culpa”, recordó.
Después de eso, el abuso sexual continuó, pero Agnes estaba demasiado
asustada para acudir a cualquier persona en busca de ayuda. Cuando ella
tenía 13 años y uno de sus hermanos trató de violarla, aunque con
desconfianza, Agnes notificó a su mamá. Esta vez ella no fue golpeada, y
durante un tiempo su madre hizo todo lo posible para mantenerlos
separados. Pero el hermano finalmente la encontró sola y la violó.
Las agresiones de los hermanos se hicieron cada vez más comunes, pero Agnes no tenía para dónde correr. Las colonias viejas no tienen fuerza policial. Los ministros tratan directamente con el mal comportamiento, pero como técnicamente los
jóvenes no son miembros de la iglesia hasta que se bautizan (a menudo
hasta sus 20 años de edad) el mal comportamiento suele resolverse dentro
de la casa.
La búsqueda de ayuda fuera de la colonia nunca pasó por la mente de
Agnes ya que al igual que a todos los niños de las colonias viejas, se
le enseñó que el mundo exterior lleva al mal. Incluso si alguien quisiera buscar ayuda, prácticamente no habría niña o una mujer que pudiera contactar o comunicarse con los habitantes bolivianos, que no hablan alemán bajo.
“Aprendí a vivir con ello”, dijo Agnes con voz quebrada. Se disculpó por sus pausas y espasmos, por sus lágrimas. Era la primera vez que ella había dicho su historia entera. Dijo que
el incesto se detuvo cuando los adolescentes comenzaron a cortejar a
Agnes, y archivó ese recuerdo en su mente como una cosa del pasado.
Pero cuando ella se casó, se mudó a su propia casa en Manitoba y dio a luz a dos hijas, miembros de la familia comenzaron abusar sexualmente de sus hijas durante las visitas. “Estaba empezando a sucederles a ellas también”, me dijo, mientras con la mirada veía los movimientos de sus dos niñas de cabello rubio platinado por la ventana, mientras jugaban afuera. Un día, su hija mayor, que no tenía ni cuatro años en ese momento, le dijo a Agnes que el abuelo le había pedido poner sus manos en los pantalones de él. Agnes dijo que su padre nunca abusó de ella o sus hermanas, pero que supuestamente abusó rutinariamente de sus nietas hasta que Agnes huyó de Manitoba con
sus hijas (y presuntamente sigue abusando de sus sobrinas, quienes
permanecen en la colonia). Otro día, ella encontró a su sobrino
acariciando a su hija menor. “Pasa todo el tiempo”, dijo. “No se trata
sólo de mi familia.”
De hecho, durante mucho tiempo ha habido una discusión sorda pero agitada en la comunidad internacional de menonitas, acerca de si las colonias viejas tienen un problema de incesto desenfrenado. Algunos defienden a los colonos viejos, insistiendo que el abuso sexual ocurre en todas partes y que su existencia en lugares como Manitoba sólo demuestra que cualquier sociedad, por muy recta, está susceptible a los males sociales.
Pero otros, como Erna Friessen, una menonita canadiense que me presentó a Agnes, insiste: “La magnitud de la violencia sexual dentro de las colonias viejas es realmente enorme”. Erna y su marido ayudaron a fundar Casa Mariposa, un refugio para mujeres y niñas menonitas víctimas de abuso, situado cerca de la localidad de Pailón, en el corazón del territorio boliviano de la colonia vieja; tienen un flujo continuo de misioneros que hablan alemán
bajo y que están dispuestos a ayudar, pero el número de mujeres que se
han acercado es muy bajo. Además del reto de hacer que las mujeres
conozcan este espacio y convencerlas de que necesitan buscar ayuda, Erna
me dijo que “venir a Casa Mariposa significa dejar a sus familias y el
único mundo que han conocido”.
Una de las víctimas más jóvenes en hablar con los fiscales tenía
tan sólo 11 años de edad durante la época de las violaciones. La mayoría
de las víctimas no han tenido ayuda psicológica y según los expertos es
probable que sufran de trastorno de estrés pos traumático.
Mientras Erna admite que las cifras exactas son imposibles de calcular debido a la naturaleza aislada de estas comunidades, está convencida de que el promedio de abuso sexual es más alto en las colonias viejas que en Estados Unidos; por ejemplo, donde una de cada cuatro mujeres será víctima de abuso sexual antes de la edad de 18 años. Erna ha estado toda su vida con estos grupos; ella nació en una colonia menonita en Paraguay, se crió en Canadá, y ha pasado los últimos ocho años en Bolivia. De todas las mujeres de la colonia vieja que ha conocido en los últimos años, dice que “la mayoría han sido víctimas de abuso”. Ella
considera las colonias “un cultivo para el abuso sexual”, en parte
porque la mayoría de las mujeres de la colonia crecen creyendo que deben
aceptarlo. “El primer paso es siempre ayudarlas a reconocer que alguien
les hizo mal. Les sucedió a ellas, le sucedió a sus madres y a sus
abuelas, es por eso que siempre se les ha dicho [que] sólo tienen que
aguantarlo”.
Otros que trabajan en el tema de los abusos en de las colonias viejas dudan en señalar los números de los incidentes, pero dicen que la experiencia del abuso dentro de una vieja colonia hace que sea un problema más grave que en otros lugares del mundo.
“Estas niñas o mujeres no tienen forma de salir”, dijo Eva Isaak, una psiquiatra y consejera, que trabaja en las colonias viejas de menonitas en Canadá, Estados Unidos, Bolivia y México. “En
cualquier sociedad, en la escuela primaria los niños saben que si se
abusa de ellos pueden, al menos en teoría, recurrir a la policía o a un
maestro o a alguna otra autoridad. ¿Pero a quién pueden ir estas
chicas?”
A pesar de que no fue establecido, las iglesias de la colonia vieja se
han convertido en el gobierno de facto. “La migración de los colonos
viejos puede entenderse no sólo como un alejamiento de los males de la sociedad, sino también hacia los países que permiten a los colonos a vivir como quieran”, dijo Helmut Isaak, el marido de Eva, que es un pastor y profesor de historia y teología anabaptista en el Centro Evangélico Menonita
de Teología Asunción (CEMTA), un seminario en la capital paraguaya. Él
explica que los colonos viejos al emigrar a un nuevo país, envían
delegaciones para negociar un acuerdo con los gobiernos, y de esta forma
tener autonomía, sobre todo en el ámbito de aplicación de la ley
religiosa.
De hecho, la serie de violaciones se destaca como una de las pocas veces que una colonia vieja boliviana ha buscado la intervención externa en relación con un asunto interno. Los residentes de Manitoba me dijeron que entregaron los agresores a la policía en 2009, porque los esposos y padres de las víctimas estaban tan enfurecidos que lo más probable es que los acusados
serían linchados. (Un hombre que se cree que estuvo involucrado y
atrapado en una colonia vecina, fue linchado y más tarde murió por las
heridas).
Los líderes de la vieja colonia con los que hablé negaron que sus
comunidades tuvieran un problema de abuso sexual continuo e insistieron
en que los incidentes se trataron internamente cuando se presentaron.
“[Incesto] casi nunca sucede aquí”, me dijo el ministro Jacob Fehr una noche mientras charlábamos en el porche al atardecer. Él dijo que en sus 19 años como ministro, Manitoba tuvo sólo un caso de violación incestuosa (padre a la hija). Otro ministro negó que incluso eso hubiera sucedido.
“Ellos perdonan muchas cosas asquerosas que ocurren en familias todo el tiempo”, dijo Abraham Peters, padre del violador sentenciado más joven, Abraham Peters Dyck, que se encuentra en
la cárcel de Palmasola, a las afueras de Santa Cruz. “Hermanos con
hermanas, padres con hijas”. Él me dijo que él cree que su hijo y toda la pandilla de agresores fueron incriminados para cubrir el incesto por toda la colonia de Manitoba. Abraham padre aún vive en Manitoba; él consideró irse inmediatamente después de la detención de su hijo debido a la hostilidad del resto de la comunidad. Pero sacar a su familia de 12 resultó demasiado difícil, así
que se quedó donde estaba, y dice que en los últimos años y a pesar de
su perspectiva sobre el encarcelamiento de su hijo, ha sido aceptado de
vuelta al encierro de la vida de la colonia.
Agnes cree que los dos crímenes son dos lados de la misma moneda. “Las
violaciones, los abusos, todo está entrelazado”, dijo. “Lo que hizo las
violaciones diferentes es que no venían de dentro de la familia y por eso los ministros tomaron las acciones que hicieron”.
Por supuesto, los líderes hacen intento de corregir el
mal comportamiento. Tomemos el caso del padre de Agnes: en algún
momento, el manoseo a sus nietas obtuvo una llamada de atención
por los líderes de la iglesia. Como dicta el procedimiento, él fue ante
los ministros y obispos, que le pidieron confesar. Lo hizo, y fue
“excomulgado”, o expulsado temporalmente de la iglesia durante una
semana, después de lo cual se le ofreció la oportunidad de volver bajo la promesa de que no volvería a hacerlo de nuevo.
“Por supuesto que continuó después de eso”, dijo Agnes sobre
su padre. “Sólo que aprendió a ocultarlo mejor”. Ella me dijo que no
tiene fe “en cualquier persona que después de una semana dice que ha
cambiado su vida”, antes de añadir: “No tengo fe en un sistema que
permita eso”.
Los agresores más jóvenes la tienen más fácil; de acuerdo a Agnes, el hermano que la violó admitió sus pecados cuando fue bautizado
y fue perdonado de inmediato ante los ojos de Dios. Ahora vive a los
alrededores de la colonia vieja Riva Palacios, con sus propias hijas.
Una vez que un abusador ha sido excomulgado y
readmitido, líderes de la iglesia dan por descartado el asunto. Si el
abusador continúa su comportamiento de manera flagrante y se niega a
arrepentirse, es excomulgado una vez más y rechazado de forma
permanente. Líderes instruyen al resto de la colonia a aislar a
la familia, la tienda se niega a vender a alguien de ese hogar, los
niños son suspendidos de la escuela. Finalmente, la familia no tiene más remedio que marcharse. Esto, por supuesto, también significa que las víctimas son echadas fuera junto con sus abusadores.
Sin embargo, no fue el abuso sexual lo que finalmente provocó a Agnes y su familia a abandonar Manitoba en 2009. Su marido había comprado una motocicleta, después de lo cual fue excomulgado y la familia rechazada. Cuando el hijo de la pareja se ahogó en un abrevadero, los líderes de la comunidad ni siquiera dejaron que su marido asistiera al funeral de su propio hijo. Fue entonces cuando se fueron de Manitoba para siempre. Al final, conducir una motocicleta al parecer fue una ofensa más
grande para el liderazgo de la colonia que cualquier cosa que Agnes,
sus hijas, o el resto de las mujeres de la comunidad hubieran sufrido.
Mantener unida a una colonia como Manitoba es cada vez más difícil en los tiempos modernos. Agnes y su familia no son los únicos que han huido. De hecho, la cercana ciudad de Santa Cruz está poblada por familias menonitas que quedaron hartos de la forma de vida de la colonia vieja y la situación puede estar llegando a un punto crítico.
Johan Weiber, apoyado en su camioneta, es el líder de un grupo disidente de menonitas en Manitoba.
"Ya no queremos ser parte de esto”, me dijo un padre joven llamado
Johan Weiber un día que lo visité en su casa de Manitoba. Johan y su
familia fueron unas de las 13 personas que aún viven en el pueblo, pero
que han abandonado oficialmente la iglesia de la colonia vieja. Durante
meses, habían estado diciendo que querían irse de ahí, incluso poseían
vehículos, pero líderes de la colonia Manitoba se negaron a
indemnizarlos por la tierra que querían abandonar. Así que decidieron
construir su propia iglesia disidente dentro de Manitoba.
“Estamos [dejando la iglesia de la vieja colonia y comenzando la propia] porque hemos leído la verdad”, dijo Johan. Con “verdad”,
se refería a la Biblia. “Nos decían que no leyéramos la Biblia porque
si lo hacíamos, nos daríamos cuenta de cosas como que en ningún
lugar dice que el cabello de las mujeres tiene que ser trenzado así”, me
dijo, apoyándose en su camioneta blanca mientras su hija peinada de
cola de caballo jugaba en el patio.
Con curiosidad acerca de detalles específicos de la enseñanza religiosa en Manitoba, un domingo asistí a un servicio en una de las tres iglesias de ladrillo de la colonia. Pronto me di cuenta de que la ceremonia solemne de 90 minutos no es una prioridad. Los jefes de familia pueden ir dos o tres veces al mes, pero muchos van incluso con menos frecuencia.
Para los niños, el plan escolar básico se basa en estudios bíblicos
escogidos, pero aparte de una oración silenciosa de 20 segundos antes y
después de las comidas, no hay tiempo o la necesidad de oración o de
estudio de la Biblia especificado en el mundo adulto de la colonia
vieja.
“Muchas [personas] han perdido el conocimiento de la Biblia”, dijo Helmut Isaak, el historiador menonita. Explicó cómo con el tiempo, los menonitas dejaron de tener que defender constantemente su fe contra los perseguidores, otras preocupaciones más prácticas tuvieron importancia. “Para sobrevivir, tenían que pasar su tiempo trabajando”.
Esto ha creado una brecha de poder: los miembros del pequeño grupo de líderes de la iglesia se convirtieron en los únicos intérpretes de la Biblia en las colonias viejas, y porque la Biblia es vista como la ley, los líderes utilizan ese control para inculcar el orden y la obediencia.
Los ministros niegan esta acusación: “Motivamos a todos nuestros miembros a conocer lo que está escrito en el libro sagrado”, dijo el ministro Jacob Fehr una tarde. Pero los residentes reconocen en silencio que las clases de estudio bíblico han decaído y las biblias están escritas en alemán alto, un idioma que la mayoría de los adultos apenas recuerdan después de su limitada escolaridad, mientras que las versiones de alemán bajo son a veces prohibidas. En algunas colonias viejas, los miembros se enfrentan a la excomunión por ahondar demasiado en las Escrituras.
Esta es la razón por la que Johan Weiber era una presencia amenazante;
aterrorizaba el liderazgo y la comunidad en general. También les recordó
el pasado turbulento de las colonias viejas. “Esto es exactamente lo
que ocurrió en México y es por eso que llegamos [a Bolivia]”, dijo Peter
Knelsen, un residente de 60 años de edad de Manitoba que llegó de
México en su adolescencia con sus padres. No era sólo el gobierno
mexicano que amenazaba las colonias viejas con la reforma, sino también un movimiento evangélico dentro de ese tratando de “cambiar nuestra forma de vida”, dijo Peter, quien explicó que en su colonia en México disidentes trataron de construir su propia iglesia también.
Por más de 40 años, las colonias viejas de Bolivia habían escapado de una ruptura interna. Sin embargo, con el intento de Johan Weiber de construir su propia iglesia, también quería tierra en Manitoba en la cual cultivar y construir su propia escuela, Peter y otros hablaron de un inminente “apocalipsis”. Las tensiones casi estallaron en junio, luego de mi visita, cuando el
grupo de Johan comenzó la construcción de su iglesia. Poco después de
que la construcción comenzó, más de cien hombres de Manitoba llegaron al
sitio y lo destruyeron, pieza por pieza. “Creo que va a ser muy difícil
mantener la colonia intacta”, me dijo Peter.
Si esta brecha continúa ampliándose y la crisis llega a su punto culminante, los de Manitoba ya saben qué hacer. Hace siglos, los menonitas originales de Europa, enfrentados con la persecución, tenían dos opciones: luchar o huir. Teniendo en cuenta
la promesa de pacifismo, huyeron y lo han estado haciendo desde
entonces. Líderes de Manitoba dicen que esperan que no se llegue a eso.
En parte, esto se debe a que Bolivia es uno de los últimos países que
les permite vivir bajo sus propios términos. Así que por ahora, el ministro de Jacob Fehr dice que reza. “Sólo queremos que [el grupo de Weiber] salga de la colonia”, dijo. “Sólo queremos que nos dejen solos.”
Heinrich Knelsen Kalssen, uno de los violadores, es llevado a la sala del tribunal por la policía en Santa Cruz, Bolivia.
En mi último día en Manitoba, quedé en estado de shock. “Sabes que
todavía está sucediendo, ¿no?”, me dijo una mujer mientras bebíamos agua
helada junto a su casa. No había hombres alrededor. Yo esperaba que estuviera escuchando mal, pero mi traductora de alemán bajo repitió eso. “Las violaciones con el spray, aún están sucediendo”, dijo.
La sumergí con preguntas: ¿Le había ocurrido a ella? ¿Sabía quién lo estaba haciendo? ¿Todo el mundo sabía que estaba pasando?
No, me dijo, que no habían regresado a su casa, pero sí a la de su prima, recientemente. Ella dijo que tenía una buena idea acerca de quién lo estaba haciendo pero no me dio ningún nombre. Y ella cree que la mayoría de la gente en la colonia de Manitoba sabe que el encarcelamiento de los violadores originales no puso fin a los crímenes en serie.
Como en una pausa extraña, después de decenas de entrevistas con gente
que me dice que ahora todo estaba bien, yo no sabía si esto se trataba
de chismes, rumores, mentiras o —peor aún— la verdad. Pasé el resto del
día tratando frenéticamente de obtener la confirmación. Volví a visitar
muchas familias que había entrevistado previamente, y la mayoría admitió, algo avergonzada, que sí, que habían oído los rumores y que, sí, ellos suponían que eran probablemente ciertos.
“Definitivamente no es tan frecuente”, dijo uno de los jóvenes más tarde ese día, cuya esposa había sido violada durante la primera serie de incidentes antes de 2009. “[Los violadores] son
mucho más cuidadosos que antes, pero todavía sigue pasando”. Él me dijo
que tenía sus sospechas sobre la identidad de los agresores también,
pero no quería dar más detalles. En un viaje periodístico posterior de
Noah Friedman-Rudovsky, el fotógrafo de este artículo, cinco personas
públicamente — entre ellos tres ciudadanos de Manitoba, así como un fiscal local y un periodista— confirmaron que habían oído que las violaciones continúan.
Aquellos con quienes hablé dijeron que no tienen manera de detener los
ataques. Todavía no hay una fuerza policial en la zona, y nunca habrá
ningún elemento proactivo ni fuerza de investigación que pueda estudiar las acusaciones de los crímenes. En las colonias, cualquiera es libre para reportar a otra persona a
los ministros, pero los delitos se tratan bajo el sistema de honor: si
un agresor no está dispuesto en admitir sus pecados, la pregunta recae
en si se le va creer a la víctima o denunciante... y las mujeres en
Manitoba ya saben en qué acaba eso.
La única defensa que los vecinos tienen es instalar cerraduras o rejas en las ventanas, o grandes puertas de acero como la que me cuidaba cada noche durante mi estancia. “No podemos poner postes de luz o cámaras de video”, me dijo el marido de la víctima de las violaciones; esas dos tecnologías no están permitidas. Para que se termine, ellos creen que deben, como antes, atrapar a alguien en el acto. “Así que tendremos que esperar”, dijo.
El último día, antes de irme de Manitoba, volví a visitar a Sara, la mujer que despertó con una cuerda alrededor de sus muñecas hace casi cinco años. Ella dijo que también había oído los rumores de violaciones recientes, y dejó escapar un profundo suspiro. Ella y su familia se mudaron a una nueva casa después
de que el grupo de nueve fuera capturado en 2009. La vieja casa traía
demasiados recuerdos llenos de demonios. Ella dijo que se sentía mal si
otras personas estuvieran viviendo los horrores que ella vivió, pero
ella no sabía qué se podía hacer. Después de todo, su propósito en el
mundo, como el de todos sus compañeros menonitas, estaba destinado a
sufrir. Antes de irme, dijo lo que ella consideró palabras de consuelo:
“Tal vez éste es el plan de Dios”.
http://www.vice.com/es_co/read/las-violaciones-fantasma-de-bolivia-0000252-v6n7